Por su contenido y por la imposibilidad de detenerla, no de otra manera se puede denominar la incesante producción de fallos, leyes, decretos, resoluciones, circulares y demás documentos y actuaciones mediante los cuales todas las ramas del Estado invaden y traban cada vez más la vida de los colombianos.
Entre 2000 y 2016 se adoptaron en Colombia 17.000 decretos y 69.000 resoluciones. ¡Cerca de 3 decretos y 11 resoluciones por día! En ese mismo lapso, el Congreso emitió 1.323 leyes, o sea 78 por año, una cada 4 días y medio. Sin contar la infinidad de disposiciones que van desde los encumbrados fallos de nuestra Corte Constituyente hasta los acuerdos del más pequeño concejo municipal, la explosión regulatoria de Colombia es tal que en uno de los temas en los que peor calificación recibe el país en el Informe Mundial de Competitividad del Foro Económico Mundial 2017-2018 es en el de la carga por regulaciones gubernamentales. En este, Colombia ha venido perdiendo posiciones continuamente y hoy ocupa el puesto 123 entre 137 países.
Para peor, en un país donde sacan una nueva ley para todo, es poca la idoneidad de las personas, autoridades o ‘expertos’ que imponen las normas. En el Congreso, por ejemplo, buena parte de quienes pueblan las Unidades de Trabajo Legislativo (UTL) son meras ‘corbatas’ nombradas para pagar favores políticos. Por eso el Gobierno, con sus ministerios, termina imponiendo la agenda legislativa y haciendo aprobar sus iniciativas sin mayor discusión pública. Como, generalmente, la calidad de quienes actúan en el Ejecutivo no es muy superior a la de los que están en las UTL, el resultado final es pésimo. Y así es en toda la línea, desde las normas nacionales hasta las del último municipio del país.
La oportunidad, racionalidad y eficacia del marco regulatorio son esenciales para que el país cuente con un esquema normativo que contribuya al desarrollo económico y social, y no uno que termine afectando la eficiencia y productividad. Por eso, una de las pocas buenas recomendaciones que la Ocde le ha hecho a Colombia es la de transformar su política regulatoria y establecer un “conjunto común y obligatorio de estándares y requisitos administrativos para preparar regulaciones de la máxima calidad y sustentadas en evidencia”.
Debe haber un análisis previo de los impactos de las normas, sean estos económicos, políticos, ambientales, sociales o de otro tipo. Deben publicarse evaluaciones posteriores sobre las normas adoptadas, para determinar si las regulaciones han producido los efectos deseados. Así mismo, la consulta pública debe ser real y no, como ahora, un simple formalismo. Y deben publicarse las hojas de vida, experiencia y resultados de quienes están en los equipos técnicos preparando proyectos de ley, ponencias y proyectos de decreto y resoluciones, y respondiendo a las consultas.
Al iniciar 2017, EEUU anunció una ambiciosa política para reducir la carga de la explosión regulatoria sobre su economía (3,8% del PIB allá, varias veces eso aquí), y su presidente ordenó que por cada nueva regulación que adopten las agencias federales debían eliminar dos. En los primeros 10 meses de vigencia de esa decisión se eliminaron 67 regulaciones y se adoptaron 3. Los candidatos a la Presidencia debieran ofrecer hacer algo parecido en Colombia. ¡Es hora de detener la horrible diarrea normativa que nos ahoga!