Qué semana más aciaga. Tres periodistas ecuatorianos secuestrados por una disidencia de las Farc del sur del país fueron asesinados. En la vereda El Tomate, en el Urabá antioqueño, ocho policías fueron masacrados con explosivos. Y un representante a la Cámara próximo a posesionarse fue capturado por narcotráfico. Se llama Seuxis Hernández, pero quizá el lector lo conozca mejor por su nombre de guerra, ‘Jesús Santrich’.
Se siente como si los colombianos nos hubiéramos ido a dormir una noche de abril de 2018 y nos hubiéramos despertado veinte años antes, en 1998.
Y hay más. Se destapó una red que venía desfalcando al Fondo Colombia en Paz, que administra los aportes internacionales para el posconflicto. Uno de sus integrantes, quien además es sobrino del exjefe guerrillero Iván Márquez, ya había caído en el operativo contra ‘Santrich’.
Muchos colombianos, que creyeron de buena fe que el acuerdo con las Farc sería el comienzo de una era de paz y prosperidad para el país, se sienten desilusionados. No los culpo. Ojalá la lección sirva para que revisemos con espíritu más tacaño las promesas que hacen nuestros gobernantes.
No quisiera estar en los zapatos del próximo presidente de Colombia. Heredará una economía jadeante, una crisis humanitaria en la frontera oriental, mafias fortalecidas, un cuarto de millón de hectáreas de coca muy difíciles de erradicar sin fumigación aérea y el guayabo fiscal que le sigue a una parranda de ocho años de gasto. Como si lo anterior fuera poco, deberá lidiar con una clase política incorregiblemente corrupta y, por cuenta de la polarización, con un tercio o la mitad del país obcecadamente en contra suya.
Para no caer en nuevas y predecibles desilusiones, sería aconsejable ser realistas frente a las posibilidades del próximo cuatrienio. Las promesas de campaña, vengan de donde vengan –masificación o gratuidad de la educación, revolución agroindustrial, reducción de impuestos, liquidación del Icetex, etc.–, se estrellarán el 8 de agosto contra la dura realidad de la estrechez económica, la inflexibilidad del presupuesto y la arteriosclerosis del Estado, que harán difícil llevar a cabo reformas demasiado ambiciosas, algunas de las cuales requerirían incluso enmiendas constitucionales.
Es una lástima, pues el país necesita varias intervenciones de gran calado. Pero es mejor no volver a creer en transformaciones milagrosas que resultarán de la firma de un papel y elegir, en cambio, a alguien que se comprometa a hacer una o dos cosas y hacerlas bien. Cada quien tendrá sus prioridades: las mías son la reforma a la justicia y una reforma tributaria estructural y procompetitividad. No ignoro la importancia de otros temas, pero cuatro años no alcanzan para todo y gobernar es, ante todo, priorizar.
Esto no quiere decir que no se pueda avanzar en otros frentes. Pero el que mucho abarca poco aprieta. Prefiero un gobierno modestamente constructivo a un vendaval reformista que nos deje como quien desarregla toda la casa para volverla a organizar y llega la noche y lo coge con todo en el suelo y todo por hacer.
@tways