Es necesario preguntarse de nuevo qué hay detrás de los delitos presuntamente cometidos por la representante conservadora Aida Merlano, a quien la Corte Suprema de Justicia acaba de enviar a la cárcel. Es útil insistir en ese cuestionamiento, no por el morbo de conocer los detalles truculentos ocurridos en una casa del respetado estrato seis de Barranquilla, ni por la necesidad de presumir culpabilidades antes de que los jueces se pronuncien, sino porque este tipo de conductas afectan la legitimidad del ejercicio de la política en la Costa Caribe, y siembran dudas enormes acerca de la verdadera capacidad que tienen los ciudadanos de erradicar esas nefastas costumbres de sus vidas.
Por supuesto, no me refiero solo al caso particular de la parlamentaria investigada; también a las decenas de episodios protagonizados por personajes de esta región –alcaldes, senadores, gobernadores, representantes–, indagados y condenados por casi todo lo imaginable, los cuales no pueden ser interpretados por la sociedad como un puñado de casualidades desafortunadas.
Al margen de lo absurdo que resulta afirmar que cuando se habla de corrupción en la política caribe se está atacando a los costeños en general, lo cierto es que algo malo pasa, y desde hace tiempo, como cierto es también que los métodos de los corruptos no pueden excusarse en el hecho de que en otros lugares de Colombia también se cuecen las habas de la trampa, el robo, el tráfico de votos y de conciencias. Eso es un consuelo de tontos, o de vivos, según sea el caso.
De nada sirve que la gente del Caribe asuma la defensa de su región señalando para otros lados cuando se acusa de alguna cosa a los políticos que han elegido. De nada sirve si se reproducen en rama Ñoños, Guerras, Besailes, Lyons, Kikos, Cotes, Pinedos, Cáceres, Oneidas, Manolos, Merlanos, si cuando la justicia los atrapa en alguna fechoría, sus herederos y testaferros son favorecidos, una y otra vez, con los votos que legitiman la rapiña, el serrucho y la fullería, y que hacen imposible el ejercicio transparente de la democracia.
¿De qué le sirve a la Costa saber que en Antioquia o en Valle del Cauca o en Bogotá también campean la marrullería, el negociado, el soborno, el desfalco, si se siguen robando los recursos de la salud en Córdoba, si se siguen muriendo los niños en La Guajira, si se desploman los edificios en Cartagena, si los servicios públicos de Santa Marta siguen endosados por décadas a empresarios amigos de los elegidos de siempre, si en Barranquilla se pagan los votos en efectivo? ¿De qué le sirve al Caribe que los demás sean lo que los costeños no deben seguir siendo?
Es fácil y torpe impedir que las cosas cambien, acusando de racistas, segregacionistas o estigmatizadores a quienes denuncian la corrupción política que ha causado que la Región Caribe mantenga a cuatro de sus departamentos entre los seis más pobres del país, una situación insostenible que reclama como urgentes la autocrítica, la contrición y la enmienda.
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