Carlos Ortiz Sequéa, mi padre, era campesino de Hatoviejo, un pueblo polvoriento del norte de Bolívar, donde la modorra del sol canicular y el sofoco de calles de tierra reseca se interrumpía por el sonido del pito del ferrocarril Calamar-Cartagena. Acompañado de un grupo de muchachos traviesos, de cuerpos insolentes, mi padre esperaba el paso del tren en las afueras del pueblo para colgarse de sus vagones como conquistando el mundo. Por unos instantes, aprovechando todas sus protecciones divinas y desafiando su buena suerte, disfrutaba de manera literal lo que significaba ser jalonado por la locomotora del progreso.
Mi madre, Elida Cassiani Sará, también del mismo pueblo, era la hija de un trabajador de la compañía ferroviaria y por aquellos días podía viajar en primera clase viendo por la ventanilla a los muchachos altaneros que se divertían cerca de las líneas. Apenas dejaba su infancia atrás cuando empezó a caer en los encantos seductores de mi padre. No fue en el tren donde se vieron por primera vez, sino en el antiguo mercado público de Cartagena, donde un tío de él tenía una colmena. Mi madre había ido a la ciudad a tomar unos cursos de comercio en un instituto muy cerca de allí. Así que él no tardó el preguntar quién era esa niña altanera que nunca compraba en la colmena de su tío. Algo de fama de mujeriego ya tenía en aquel entonces, así que cuando mi madre supo y quienes la conocían supieron que él estaba preguntando por ella, sabían que los planes de Elida Cassiani poco tenían que ver con las pretensiones inciertas que un hombre como él podría tener.
Mi madre suspendió sus estudios muy pronto y volvió a Hatoviejo y mi padre fue tras ella. Buscaba cualquier pretexto para verla o para hacerse notar. Siempre estaba presto a colgarse de algún vagón donde ella pudiera verlo. Mucho de ternura había en un hombre que se arrojaba de un tren solo para que su pretendida pusiera los ojos en él. Mi madre, a sus 16 años, terminó aceptando viajar con mi padre en el ferrocarril de la vida hasta que mi padre murió la tarde del 10 de agosto de 2005, el mismo día que yo, ya siendo historiador, buscaba información en la Biblioteca Bartolomé Calvo de Cartagena sobre el tren que escuchaba en los cuentos de mi niñez.
Muchas historias personales de esta región han estado cimentadas a lo largo de los rieles del ferrocarril. La esperanza del progreso y la abundancia del sonido festivo de su pito, le dio vida a pueblos que ahora apenas abrazan la nostalgia de aquellos días de la prosperidad ferroviaria. La memoria de aquellos días cuenta que se podía pagar el pasaje con un bocachico, la generosa repartición de carne con la muerte de las vacas atropelladas por la locomotora y las luces como luciérnagas que se podían ver desde la ventanilla cuando tenías la suerte de viajar de noche.
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