La “manada” se define como un grupo de animales salvajes, que andan en caterva no solo para defenderse, sino también para hacer de una presa su objetivo y que, al capturarla, la matan y la comparten.
Así se autodenomina el conjunto de cinco hombres que en España violaron a una chica de 18 años, en las fiestas de San Fermín (Pamplona) en 2016, ufanándose de su despreciable acto por medio de un video que circuló en las redes. Nunca escucharon el NO de la víctima: sus “instintos salvajes” se compaginaban con su “irrefrenable” deseo sexual.
En este caso, sobrevive la interpretación de códigos penales del siglo XVI, pues la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra absuelve a los integrantes de la Manada –entre quienes se encuentra un guardia civil– del delito de agresión (violación), reemplazándolo por el de abuso –lo cual disminuye la pena–, olvidando la humillación de la víctima y sus secuelas, negándole, a su vez, su defensa.
El asombroso fallo, no obstante las evidencias, trajo a mi mente lecturas revisadas como la Historia de la violación: siglos XVI-XX, en el que Georges Vigarello describe, en detalle, las prácticas y dictámenes jurídicos de la Francia de 1782, en los que los “signos” de lucha se constituían en testimonios para castigar o no al victimario, pero sospechosamente las sentencias, en la mayoría de los testimonios, exoneraban a las víctimas.
El recelo de los jueces, como en el presente, se unía a los imaginarios imperantes, mediadas por la sospecha, “provocadas” por la “impureza” del cuerpo femenino, ya que la mujer violentada, entre otras evidencias, debía hacer público, con alaridos, el acto de violación; de lo contrario, su silencio hacía dudar la denuncia, y, las mujeres, acusadas de consentidoras; ellas, así, debían resistirse de principio al fin.
Este dictamen remite al congelamiento de un sistema jurídico impregnado de leyes e interpretaciones androcéntricas que revictimizan a las mujeres; de ahí que la respuesta virulenta del movimiento feminista europeo y de la ciudadanía en general haya asombrado a los jueces de España que la consideraron “una falta de educación general y cultura democrática…”.
Las protestas son resultado de la impotencia de siglos de denuncias por la perpetuación de tradiciones jurídicas androcéntricas, que impregnan a un poder judicial tolerante con la vulneración de nuestros derechos, nacidos de currículos en universidades que forman abogados y abogadas que repiten un poder judicial tradicionalista, negando la esencia de la justicia como disciplina humanística, custodia del ordenamiento jurídico, que ha combatido por siglos la conquista de la democracia y la igualdad como valores intrínsecos de la libertad. Ello se traduce en palabras sencillas, la afirmación: “cuando una mujer dice ante el acoso o intento de abuso sexual: ¡No, es No!”.