Del estimado de 255 billones de pesos en que estaría fijado el presupuesto de la Nación para 2019, como lo contempla el anteproyecto presentado por el Gobierno al Congreso de la República, la institución que tiene a cargo las políticas de ciencia, tecnología e innovación del país, Colciencias, apenas alcanzaría a contar con 210.938 millones de pesos, que representan solo un 0,8% del total. Es una apuesta irrisoria comparada con los países miembros de la Ocde, en donde supuestamente vamos a entrar.
El recorte sostenido que desde 2013 ha tenido el presupuesto de Colciencias ya había sido motivo de cuestionamientos, e incluso de protestas de los científicos, el año pasado. La inversión en actividades de ciencia, tecnología e innovación representa el 0,67% del PIB, pese a que desde 2015 el presidente Juan Manuel Santos había anunciado que este año alcanzaría el 1%.
Es preocupante que en esta campaña presidencial no se haya hablado de manera contundente no solo de los recursos sino de la necesidad imperiosa de reorganizar el sistema y definir una política de Estado de largo plazo, que incluya cambios estructurales. En términos generales, las propuestas de los aspirantes presidenciales se han referido indistintamente a los tres sectores, al parecer, sin que se entiendan sus dinámicas particulares y cómo se relacionan entre sí. Porque, en efecto, los tres se complementan pero son diferentes. Es plausible, por ejemplo, la creación de un ministerio que asuma su manejo, como primer paso, mas no es la solución estructural requerida.
En nuestro país carecemos de una cultura de la ciencia, la tecnología y la innovación; no hay claridad sobre lo que abarca cada una, e históricamente ha habido una disparidad entre las regiones tanto para la elaboración y desarrollo como para la financiación de las iniciativas. Este desconocimiento se deriva en la falta de estrategias eficaces para apalancar estas áreas como verdaderos motores de desarrollo. Además, el nivel central gubernamental y los centros de investigación del Triángulo de Oro (Bogotá, Medellín y Cali) han sido mezquinos con la inversión regional y el soporte técnico para gestionar proyectos.
En 2011 nos llenamos de esperanza cuando la comunidad científica se ilusionó al haberse aprobado la ley de regalías, que ordenaba que el 10% de los recursos se destinaran a ciencia, tecnología e innovación. Esa alegría fue pasajera, ya que cuando la comunidad científica intentó acceder a los recursos encontró obstáculos estructurales y procedimientos engorrosos no habituales en los proyectos científicos, y al final fueron destinados a vías terciarias y gastos poco efectivos para la transformación tecnológica del país.
A partir de esta triste realidad, cada vez es mayor la brecha de nuestro país con las sociedades desarrolladas y menos posible nuestra inserción en la sociedad del conocimiento del siglo XXI.