La calle del Sello Nacional (calle 44), más comúnmente conocida como la Calle del Sello, debe su nombre a que en la esquina con el callejón del Líbano (Cra. 45), en las oficinas del sello de Colombia, había un gran escudo nacional.

En los años 40 del siglo pasado, esta calle, al igual que otras tantas en la ciudad, eran grandes barrancos donde solo circulaban burros y uno que otro peatón que temeroso de usar los altísimos andenes, prefería correr el riesgo de una caída en los arenosos barrancos.

Tengo recuerdos de niño de la Calle del Sello: había una tienda donde mi mamá hacía la compra. La dueña era una viejita cuya piel cobriza y arrugada, su cuerpo encorvado por el paso de los años y su voz débil y entrecortada eran testigo de su casi un siglo de existencia. La tienda, que a su vez era su vivienda, era una choza de paja. Una cortina de tela separaba la tienda del dormitorio, donde había una cama ‘de viento’, de aquellas de lona plegables, una rústica mesita de noche y un taburete. Yo acompañaba gustoso a mi mamá a visitar a la viejita, pues mientras ella hacía la compra, yo me trepaba al palo de ciruelas de su traspatio, y llenaba bolsas con la deliciosa fruta, de concha amarilla con visos rojos y un delicioso jugo que parecía ambrosía.

Otro gran barranco era el callejón de La Paz (Cra. 40). Allí, en la esquina con la Calle de la Vacas (C 30), estaba la tienda de abastos La Fe, de Don Julio Gerlein Güell, quien fue el precursor de este género en el país. Quizá por las bolas de dulce que me regalaban en La Fe, y por las jugosas ciruelas, conservo yo tan vívidos recuerdos de estos barrancos.

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