Rebuscando en mis últimos anocheceres de película, me encuentro con una de las que más me interesa, Los Salvamonumentos, que cuenta las aventuras y los riesgos que afronta un grupo de soñadores norteamericanos llegados a la Europa de finales de la II Guerra Mundial, con la tarea de salvar las obras de arte que Hitler –entonces el dueño de Europa– pretendía coleccionar, y sus secuaces las guardaban en minas y en castillos, para cuando acabara la guerra abrir el soñado museo del ególatra y megalómano de una de las páginas más dolorosas de nuestra historia, que no debemos olvidar para que no se repita.
Las obras de arte son el testimonio y el patrimonio de la humanidad, desde la cultura mesopotámica, al Egipto de las pirámides y la Piedra de Rosseta, que en el plan de Hitler, con su megalomanía, pretendía apoderarse de todas las obras de arte empezando por las de Europa.
El leitmotiv de la película se concentra en la búsqueda de la Virgen de Brujas, que Hitler, como un día Napoleón –los dos más famosos paranoicos de la historia–, quiso secuestrar. Hoy, La Virgen, obra de Miguel Ángel, está a buen recaudo en la iglesia belga de Nuestra Señora de Brujas, muestra del arte románico del siglo XIII, en la plaza central, siempre abarrotada de público, de la mágica Brujas.
No recuerdo cómo entramos en la iglesia. Íbamos los dos. Diluido por la añoranza veo que buscamos un banco en la nave lateral y nos sentamos. El amor de mi vida pasó su brazo por mis hombros mientras escuchábamos la historia que el guía nos contaba. He ido al álbum de fotos. Hay una en sepia: un nombre y una fecha: Brujas, 22 de junio de 1989: la vida tiene su duende.