En plena época electoral sucedió lo que presentíamos: desdibujaron los hechos, la verdad y la historia. Es más importante hablar del “castrochavismo” —término que inventó un expresidente para manipular a las masas y generar miedo—, en vez de entender el período que vive el país, acudir a la historia para construir la verdad y escrudiñar en la raíz del conflicto. El problema es que el periodismo contemporáneo cayó en ese vaivén de la nada. Ya no está claro si es un área del conocimiento o una rama del mercadeo. Se supone que es una de las herramientas para encontrar la verdad. Esa verdad que igualan con la mentira y la llaman “posverdad”. La campaña sucia ya no es únicamente un tema de la política ni de las maquinarias. Los medios de comunicación se ahogan en el establishment y olvidan su objetivo principal.
La opinión se volvió más importante que los hechos. Tiene más relevancia una columna de opinión que una investigación. Los líderes de opinión son los rockstars del periodismo. Son los influencers de los medios de comunicación y lo que digan es casi una verdad absoluta. ¿Se basan en hechos verídicos, comprobables, venidos de fuentes fiables como manda el canon? ¿O más bien es su opinión la que pretende inventar los hechos que luego, gracias a un artilugio de autoconvecimiento, terminan por convertir en una verdad creada de un puñado de mentiras repetidas con vehemencia?
Leer la prensa, oír las entrevistas de radio y ver ciertos debates en televisión generan un sinnúmero de cuestionamientos. Algunos periodistas confunden desigualdad con pobreza sin sonrojarse. Interrogan con base en prejuicios, ideologías y suspicacias. A veces parece que ni siquiera comprenden la historia del país o simplemente no les interesa. El sesgo es tan notorio, que ya ni la posverdad sirve de armadura para disimular esa distorsión de la realidad. En esta época electoral, la manipulación no viene sólo de las campañas políticas. Infortunadamente, el periodismo sirve de instrumento para ese festín de desinformación, de trendig topics superfluos, noticias falsas y tergiversación de los hechos.
Un periodista afirmó públicamente que nunca ha votado y su argumento es prueba de una supuesta objetividad. No asume una postura. No precisamente por rigurosidad, sino para quedar bien con el establishment y cobijarse con tibieza. ¿Hablar de democracia y no votar por “objetividad” cuando asume posturas en otros temas que, tal vez, le convienen? Estas son las insólitas incoherencias.
Por otro lado, un portal independiente entrevistó a una académica. La entrevistadora trató de llevar sus respuestas a donde ella quería, hasta parecía que no escuchaba. Mientras que la entrevistada intentaba explicar el populismo desde la teoría y definía cómo el término se malinterpreta en los medios para estigmatizar su sentido. La periodista estaba más preocupada por sus prejuicios, que por el análisis de la filósofa y su explicación.
Si el periodismo se deja contagiar por la posverdad, ¿cómo encontramos la verdad? ¿Hasta qué punto existe la libertad de prensa si los periodistas están encarcelados en el establishment? ¿Cómo regresar al inicio y borrar la desvergüenza? ¿Cómo zafarse de la burocracia, de ese servilismo a la élite y a los grandes grupos empresariales si ellos son los dueños de todo? ¿Cómo se recupera la crítica y se desecha la tibieza? ¿Cómo se defiende esta profesión que se marchita?
En la película The Post, de Steven Spielberg, aparece una frase que debería ser repetida en esta época donde la realidad es deformada por los medios: “La prensa debe cumplir su papel esencial en la democracia: servir a los gobernados, no a los gobernantes”.