Ese viejo dicho de que las palabras se las lleva el viento pronunciado cuando no creemos en un ofrecimiento a mediano o largo plazo y estamos poniendo en duda el valor de una promesa, es una gran mentira: la palabra dicha, cuando hiere, puede que salga involuntariamente y tenemos la impresión de que el tiempo borrará su maléfico efecto, pero a quien la recibe se le clava como un puñal en el alma y en el cerebro límbico donde nacen las emociones, causa un tsunami y tiene el poder de alterar el perfil bioquímico de la víctima.

Así es como las personas dadas a decir cosas horrendas a quienes suponen sus ofensores (aunque sean verdad), causan daño irreparable a la psiquis de los otros que, para poder soportar el dolor, alterará el metabolismo del sufriente para liberar el malestar a través de la autodestrucción física, que no otra cosa es la enfermedad como camino para sobrevivir al maltrato, en especial cuando proviene de personas amadas, cercanas, ya sean familia o amigos de toda una vida.

La palabra es poderosa en sí misma y no requiere ser dicha con gritos ni insultos, basta con referirse a las debilidades del otro que conocemos o que recibimos como confesión en un momento dado. Y tampoco es necesario que así sea, basta con que se diga algo desagradable y universal del propio coturno con posibilidad de revolver el alma de cualquiera, como cuando se acusa en forma terminante a quien nada ha hecho.

Una palabra desafortunada puede desencadenar en quien la recibe sentimientos negativos arraigados en su modo de ver y vivir la vida, pero si está en un proceso depresivo y es víctima de sus prejuicios, se siente inferior y teme al rechazo, esa palabra es una carga de dinamita que explota al instante y dispara todas las alarmas hormonales del peligro, que causan un estado de paroxismo que se mantiene largo tiempo y del cual es muy difícil salir sin ayuda profesional y medicación. Tal es el desbarajuste que causan las palabras infamantes y, peor, cuando se pronuncian con el deseo expreso de hacer daño, de alcanzar retaliación por una presunta ofensa producto de la libre interpretación de la conducta de terceros, que casi siempre es el origen del ajuste de cuentas.

Una palabra destructiva dicha a quien está pasando una crisis de autoestima puede llevarle hasta al suicidio o, al menos, a hacerse daño; como sucede con los adolescentes que se cortan, se mutilan para paliar el insoportable dolor psicológico al que están sometidos o lo hacen adultos que ya no encuentran sentido a una vida en medio de un inexplicable pero horrendo sufrimiento. De la misma forma, una palabra estimulante y amorosa obra el milagro de detener el torrente de pensamientos negativos, logra que quien la recibe vea luz al final del túnel y pueda corregir el camino hasta encontrar la calma, aceptarse y amarse tal cual es, sin desear satisfacer los paradigmas culturales o sociales, que no otra cosa es la felicidad.

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