Gran controversia generó la invitación “no tome alcohol, tome jugo de papaya”, hecha por el alcalde de Cali, Maurice Armitage, al decretar la ley seca durante el fin de semana de la fiesta de las madres. Pero, como suele suceder en un país que se estremece diariamente con noticias inverosímiles, y con hechos con frecuencia escalofriantes, la cosa pronto pasó a un segundo plano. El manto de oscuridad que sobre el proceso de paz arroja el caso Santrich, la magnitud de lo ocurrido en la hidroeléctrica de Ituango, las disidencias de las Farc y tantas otras disidencias encubiertas acabaron por opacar las protestas de propietarios y empleados de establecimientos de diversión, toda vez que habían adquirido compromisos con miras a la celebración anual en torno a esa mujer “que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor, y mucho de ángel por la incansable solicitud de sus cuidados”, como la retrataría el obispo chileno Ramón Ángel Jara.
Sin embargo, la fiesta siguió su curso. Porque lo cierto es que, más allá del montaje comercial alrededor de esa figura primordial, montaje que pone en juego la estrategia con que el sistema capitalista consigue convencernos de que la potencia del amor filial debe expresarse materialmente, ni siquiera el lenguaje, creado en función de la supervivencia, es competente para decir aquellas cosas indecibles que yacen en ese magma que constituye a un individuo y donde señorea la madre. Como ocurre con mucha de nuestra materia emocional, ese laberinto llamado madre es informulable; y, quién sabe si esa impotencia de la palabra para expresar una pasión tan singular, algunas veces ambigua y perturbadora, conduzca a que el cuerpo hable, y no siempre de la manera más apropiada. “no / las palabras / no hacen el amor / hacen la ausencia / si digo agua ¿beberé? / si digo pan ¿comeré?” Bien describió Alejandra Pizarnik esa equívoca distancia que existe entre las palabras y lo que pretenden representar, que –una vez roto el universo inaugural edificado en un lenguaje de sensaciones y confabulaciones entre una madre y un hijo– pareciéramos obsesionados en salvar. Pudiera ser que tropezar con lo indecible nos vuelve más susceptibles y, por tanto, propensos a la violencia.
Si bien la intención del alcalde Armitage era regular la intolerancia, hay que buscar otra manera de lograrlo; porque en Colombia la represión no puede ser antepuesta a la educación, entre otras cosas, porque las estadísticas indican que frente a la sanción la sociedad se reinventa peligrosamente para el delito. Yo no creo equivocarme si digo que, una vez que ha sido madre, en toda mujer existe el deseo de reconocimiento a su labor, y que, pese a la inevitable convivencia con hijos apáticos y maridos insensibles, esa deuda de gratitud justifica la celebración. Tampoco creo equivocarme cuando digo que muy poco nos seduce la propuesta de Armitage de celebrar esa fecha entre juguitos de papaya.
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