Que conste que tengo un montón de temas en la gatera: mis vecinos ruidosos, la legalización de las drogas, los catalanes eligiendo presidente autonómico a un fascista con nombre de gordito norcoreano (que bonita es la descentralización, ¿verdad?), un paseo por los locales de Barranquilla con los mejores dulces… Pero todo ha sido desplazado por la emergencia de un tema que considero capital: la ‘pupirronchez’.

¿Qué es un ‘pupirroncho’? Quede claro que me proclamo inventor del neologismo, o tal vez ‘neopupirronchismo’, y que exijo que de ahora en adelante se me cite al referenciar la palabra. Esto es, ‘pupirroncho’, adj. neo., dícese de aquel que creyéndose pupi en realidad es corroncho. Pues sí, en recientes artículos de este diario se expuso lo que es un corroncho, sin embargo, creí entonces y creo ahora que a mis compañeros les faltó hacer referencia al aspecto más crucial de la corronchez, el fenómeno por el cual el corroncho triunfa en la vida, se cubre de plata y trata de ocultar su naturaleza ‘corronchil’ detrás de una impostada fachada de lo que él interpreta que es ser pupi. Pupi adj. ame., dícese de aquel que teniéndose por elegante es en realidad más hortera que un repollo con lazo.

Pues sí, señoras cargadas con una cantidad de abalorios tal que hace que mi españolidad se descontrole y casi me acerque a ellas para ofrecerles un hermoso espejo o unas útiles tijeras a cambio de sus colgantes de oro, caballeros que cabalgan camionetas de trescientos caballos cubiertos con pantalonetas con bordados de flores a las que complementan con fascinantes camisas de colores como el rosa chicle o el amarillo fosforescente, que más que hombres de bien parecen una mezcla entre Mitch Buchannon y un pokemon que se hubiera excedido con los alucinógenos. Por no hablar de los niños que llevan gloriosos floripondios en la cabeza (el otro día vi a un niña a la que le habían plantado en la cabecita lo que pretendía ser el cuerno de un unicornio y que yo no era capaz de dejar de ver como un cono de helado que un padre malvado hubiera estampado sobre su melenita infantil), los perritos ridículamente minúsculos hasta que ladran como si el Can Cerbero habitara en ellos y, mi preferido, las familias estrato veinte que aterrizan en el tranquilo lugar donde tú lees en silencio con veinte celulares último modelo que se ve que su religión les obliga a mostrar a voz en grito, la famosa alegría costeña, ya saben. Todos ellos son ‘pupirronchos’, víctimas de que el ascensor social (o la corrupción sistémica) te haya arrojado encima una montaña de dinero para lidiar con la cual no estabas psicológicamente preparado.

El ‘pupirroncho’ está íntimamente relacionado con la actitud ‘espantajopa’ de la que les hablé hace unas semanas. Se diría que el uno y la otra son como los exguerrilleros y los zapatos Ferragamo, con perdón.

¿Qué se puede hacer frente a un ataque ‘pupirroncho’? Hace unas semanas sufrí uno en un elegante restaurante italiano del norte de la ciudad. La pobre mujer aún se recupera de mi mirada fija en ella y las palabras “es usted un poquito pupirroncha” que le solté en la cara. Sin piedad con los ‘pupirronchos’. Ellos nunca la tienen.

@alfnardiz