En los años 80 presenciamos el surgimiento de los míticos capos nacionales y Colombia fue víctima de sus magnicidios y sangrientas alucinaciones de poder. Luego, desaparecido el apoyo soviético, vimos a las Farc encontrar en el narcotráfico una energizante golosina para su avanzada criminal. Observamos entonces cómo esa avanzada engendró su propio némesis: autodefensas y paramilitares. Quienes, apertrechados también con los recursos del tráfico ilícito, completaron la serie con el infame capítulo de su barbarie.

La ilegalidad necesita corromper para operar. El talante atropellador del subversivo o del mafioso agrega la determinación de hacerlo. Y “la tula” que genera el negocio permite permear sitiales de las estructuras del poder antes inalcanzables. Esa tríada condujo a identificar individuos corruptibles en altas instancias de nuestras más preciadas instituciones. Lo cual es diferente a afirmar que todos los que desempeñan altos cargos sean corruptos. Imputación venenosa cuya difusión ha contribuido a “democratizar la corrupción” en el ámbito público y privado. Ya no resulta extraño tropezarse con quienes pretenden cobrar “peaje” por hacer, no solo lo ilegal, sino aun las tareas por las cuales reciben su sueldo. Nada de eso fue así antes.

Los colombianos mayores de 60 años podemos testimoniar que el narcotráfico ha sido el principal combustible de esas grandes oleadas de violencia y de la espiral de corrupción que hemos padecido en las últimas cuatro décadas. Hay suficiente ilustración en la historia reciente del continente para restarle importancia explicativa a nuestra pobreza y a nuestras imperfecciones democráticas como causales de esos fenómenos. Medido por paridad de poder adquisitivo, Colombia es el quinto entre 11 países de América del Sur y, en términos de democracia electoral, ninguno de ellos tiene un mejor récord que el nuestro desde los albores del siglo pasado.

Pero el generador de pesadillas ha retornado con brío. En los últimos años, como efecto colateral de concesiones relacionadas con el proceso de paz (“Coca e incentivos”, El Heraldo, 11/5/2017), el área cultivada se disparó a 200.000 hectáreas. Como resultado, la producción de clorhidrato de cocaína se estima en 1.000 toneladas este año. Las cuales, según el supuesto precio de referencia ‘Santrich’ de 1,5 millones de dólares/tonelada FOB, valdrían 1.500 millones de dólares, equivalentes a 4,5 billones de pesos. Si los jefes de los carteles presupuestan un 10% para sobornos, los señores de la cocaína contarían este año con un rubro para eso de 450.000 millones de pesos, suficiente para encontrar quien sucumba a la tentación donde y cuando lo requieran. Mientras tanto, los 4 billones restantes penetran todos los resquicios de la economía con empresas de fachada, lavado, contrabando, competencia desleal y están reeditando otra escalofriante ronda de violencia.

Continuará con “¿Y la dosis máxima?”.

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