Ayer voté. Luego de meses de vivir discusiones políticas en persona, WhatsApp, Facebook, Twitter, e Instagram con amigos, familiares, conocidos, bots y trolls, entré, finalmente, a mi puesto de votación en Washington. En ese instante, todo el ruido estridente de los últimos meses de campaña electoral, paró. Estaba sólo mi conciencia, un plumero y un tarjetón. Y en ese momento de paz, recordé la alegría que es votar. Recordé una vez más que votar es un derecho, un deber y un privilegio.
En este ambiente de profunda polarización, es fácil desencantarse al ver cómo los candidatos se atacan y se tratan de sacar los trapos sucios, para caer en el mismo juego. Asumimos que las personas que no están con nuestro candidato están mal informadas o simplemente son ignorantes, nos tragamos las historias falsas que circulan porque estamos predispuestos a creer una cosa o la otra, o incluso nos indignamos hasta el punto de ni siquiera querer participar.
Nuestros debates cotidianos suelen girar en torno a quién se le ocurre el adjetivo más peyorativo, y no a quién tiene las mejores propuestas. Claro que están los que se leen los programas de gobierno y se sintonizan a todos los debates, pero no son mayoría. En cambio, muchos terminan siendo convencidos no por contenido sino por forma, por el que parezca más chacho, más rudo, más diferente. Nuestro discurso político se ha degradado hasta el punto de desvalorizar ideas concretas y premiar calificativos y diminutivos.
Por eso hago un humilde llamado a que seamos mejor que los que más ruido hacen, los “influencers” y los mismos políticos, y prioricemos las propuestas sobre los insultos. Pensemos en los temas que más nos importan y en quién es el mejor candidato para solucionarlos. ¿Quién tiene las ideas más claras para potenciar el crecimiento económico? ¿Quién tiene el mejor talante para enfrentarse a la corrupción? ¿Quién logrará superar nuestro rezago histórico en materia de educación? ¿Qué propuesta será la más efectiva en reducir la pobreza? ¿Quién tiene las mejores cualidades humanas? ¿Quién tomará la decisión que más le convenga al país con respecto a los acuerdos de paz? ¿Quién logrará revertir la impunidad judicial? Escojan sus temas, háganse las preguntas e identifiquen a su candidato.
Claro que todos tenemos nuestros sesgos ideológicos, y todos somos seres imperfectos que nos dejamos llevar por las emociones más a menudo que por la razón. El sicólogo social Jonathan Haidt usa una analogía donde nuestro lado emocional es un elefante y nuestro lado racional un jinete. El jinete dirige al elefante, pero, por más hábil que sea, termina teniendo poco control sobre el animal, que es fuerte e impulsivo. En otras palabras, nuestras emociones suelen determinar nuestras decisiones, pero nuestro lado racional puede guiarnos en el camino correcto. Nos ayuda a ver más allá del humo de la polarización.
La esencia de nuestra democracia está en aquel incesante intercambio de ideas opuestas, no con el objetivo de que una venza a la otra, sino de escuchar todas las perspectivas, respetar la pluralidad y lograr encontrar ese tan elusivo punto medio donde todas las partes salgan satisfechas. Si nuestros líderes no lo hacen, entonces lo haremos nosotros.