Cuando se llega a cierta edad –y, si acaso se ha cultivado el difícil arte de preguntarse lo que parecen cosas inútiles, pero que llevan a entender un poco más el universo que perciben los sentidos–, al menos ya deberíamos saber lo que es correcto e incorrecto, lo que nos gusta o nos disgusta, lo que nos inspira o desmotiva. Deberíamos tener claro en qué y en quiénes creemos, y en qué queremos gastar ese espejismo llamado tiempo al que preferimos considerar como un atributo del futuro. Cuando se llega a cierta edad ya no debería importar si nuestra cuerda genética está ligada a las Maldivas, Pakistán o Tombuctú, si nuestra fisonomía no encaja con el concepto de divina proporción, si nuestros pies son tan pequeños como la estética china de otros tiempos lo exigía, o, por el contrario, se parecen a los rústicos planchones que navegan por el río Magdalena. Lo cierto es que hay un momento de la vida en que, aun habiendo depurado distintas cargas existenciales, comenzamos a preocuparnos por cosas como el volumen abdominal, las manifestaciones extraarticulares de la artritis reumatoide, o la pausada decadencia de la estructura hormonal que supone un infausto desenlace; momentos en que pudiéramos creer que todo está consumado y consumido, y la nada nos acecha. Para entonces, quizá habremos conseguido asimilar lo dicho por el filósofo español Josep María Esquirol: “Los infinitivos de la vida, vivir, amar y pensar, en realidad, se reducen a dos: amar y pensar”, y, además, que todo ocurre en el cerebro. En el sistema que soporta el funcionamiento del cuerpo humano, al que alimentamos durante años con un sinfín de conocimientos y experiencias que son patrimonio fundamental de la madurez. Y, si bien es cierto que pensar, la facultad de predecir, analizar y relacionar ideas para luego actuar, pareciera ser la clave de supervivencia de la especie, el infinitivo amar encierra tantas victorias en el proceso evolutivo, como en las duras batallas de la cotidianidad. El amor es un estado funcional del cerebro, y es allí donde ocurren las hazañas que acaban con el hastío existencial que se asoma con los años.

Según el neurocientífico Rodolfo Llinás, el colombiano que más conoce del órgano más complejo que tenemos, “lo más erótico que existe es el cerebro”. Efectivamente, el erotismo que moviliza todas nuestras ambiciones y emociones, es un producto racional; dice Llinás que uno se enamora con el cerebro, y de un cerebro con el que pueda interactuar. “Uno no se enamora de una mujer porque tiene unas tetas buenísimas”. “Amar es cerebralmente un baile y hay que bailar con el que pueda danzar con el cerebro de uno”. Por gracia, a lo largo de la vida el órgano primordial sigue siendo un deseoso delirante dispuesto a ensanchar su visión del mundo. Tal vez por eso, a cierta edad, uno debería saber que la batalla por librar es hedonista y solitaria, y que exige ensimismarse a disfrutar las recompensas de ese erotismo providencial.

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