Como un homenaje a Antonio Celia Cozzarelli, fallecido el pasado 3 de junio, seguiremos publicando algunas de sus columnas.
En la Avenida Olaya, con calle 72, estaba el restaurante Chop Suey. Más que un restaurante era un templo de la música. Se escuchaban tríos ensayando nuevas melodías, otros ofreciendo a sus presuntos clientes prueba de sus capacidades musicales. Ahí encontrabas a Rafa Mejía, Pacheco y el Morrocoyo, El Ñeñe, entre tantos otros. En un reservado, el joven enamorado escogía las canciones con los músicos, esperando la caída de la noche para llevarlas en serenata a su adorada. Llegada la hora, trío, enamorado y amigos de apoyo, se enrumbaban hacia el lugar. Al pie de la ventana donde ella dormía, el “aspirante” se colocaba en primera fila. Dos pasos atrás los músicos, y en un tercer plano los amigos del pretendiente. A los primeros acordes de una de las clásicas, con las que siempre empezaba la serenata, el primero en despertar, por razones de edad, era el padre de la muchacha. Le seguían en su orden: la madre, las hermanas y el hermanito menor, que alborotado corría por los cuartos anunciando el suceso. La decisión de encender la luz era potestativa del padre, dependiendo de la “calidad” que le mereciera el aspirante. ¡La serenata era la llave que abría la puertas del amor! Pero esa costumbre va de salida, ya que es imposible subir a un sexto o séptimo piso a cantarle a la muchacha y menos pretender que el padre, en su bata vino tinto; la madre, en piyama de dulce abrigo; o la joven, en diminutas prendas de fina seda, bajen al primer piso. El modernismo ha traído muchas cosas buenas, pero nos ha quitado bellas costumbres que no podemos recuperar. ¡Son las vainas de la vida!