La sal fue un producto importante para los grupos indígenas desde tiempos prehispánicos. En el México Antiguo, cuenta el arqueólogo Blas Castrillón, “La sal se convirtió en un bien de prestigio que se entregaba como tributo, como regalo en alianzas matrimoniales y como elemento de tipo medicinal y ritual, no necesariamente para consumo”. En una declaración fechada en 1534, el soldado español Esteban Martin mencionaba a los Coanaos, un singular pueblo indígena que habitaba entre el Cabo de la Vela y el Valle de Upar, al cual describió como “gente crecida y animosa que trafica mucho la tierra adentro llevando sal a vender a trueque de oro”. Durante la colonia, la demanda de sal impulsó a los comerciantes holandeses a explotar con gran vigor las célebres salinas de Araya en el oriente de Venezuela.
Esta misma sal tuvo en Colombia durante la segunda mitad del siglo XX al municipio de Manaure como el epicentro de la producción nacional. Hoy, después de años de recesión económica y de una década sin explotación artesanal formal, un grupo de 874 recolectores indígenas, de los que un 70% son mujeres, se apresta a recoger unas 60.000 toneladas de sal. La producción artesanal implica un esfuerzo humano bajo condiciones inclementes de altas temperaturas, en contraste, el precio obtenido es muy bajo en el mercado nacional y el valor de una tonelada puede oscilar hoy entre 15.000 y 30.000 pesos. Es casi imposible para una familia indígena satisfacer sus necesidades con ese nivel de ingresos. No es casual que Manaure sea el municipio que presenta el mayor número de muertes de infantes por desnutrición o por causas asociadas a esta. En consecuencia, una de las vías más seguras para combatir este flagelo es el del fortalecimiento de la economía tradicional indígena. Este es el camino indicado, no el de un asistencialismo misericordioso que asegura la entrada de los donantes al cielo, pero acentúa la dependencia de la población wayuu de la ayuda pública o privada y les resta capacidad de agencia a los individuos y a las familias.
Si estos productores indígenas pudiesen disponer de una planta procesadora, como lo tienen previsto en su plan de acción, tendrían la capacidad de mineralizar su producto y ofrecerlo a diversos sectores, como el de los ganaderos, que demandan volúmenes significativos de sal con mejores precios. Manaure se encuentra situado en una zona de régimen aduanero especial y dispone de una no aprovechada potencialidad portuaria. Por tanto, la reactivación de su producción industrial y artesanal lo pondría en condiciones de abastecer la demanda de sal del país y aun de disponer de excedentes para la exportación. Para ello requieren de acompañamiento institucional y de socios privados que se interesen en este sector. Además, deben unificar voluntades entre los distintos sectores económicos y comunitarios que tienen divergentes visiones de futuro.
Solo así podríamos afirmar que la expresión “estar salado” no es un estado invencible del infortunio sino una condimentación apropiada y promisoria de la vida.
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