Como un homenaje a Antonio Celia Cozzarelli, fallecido el pasado 3 de junio, seguiremos publicando algunas de sus columnas.
Bastaba una caja de madera y cuatro balineras para hacer un carrito. Eran cajas de madera fuertes, donde venían empacadas las puntillas ‘Vivenzi’, ‘Gerosa’ o ‘Codacero’, o los panes de jabón ‘Único’, aquellos bloquecitos rectangulares de color amarillo con los que se lavaba la ropa. Las balineras, que eran las ruedas, se conseguían en los talleres de mecánica, donde no las botaban para regalárselas a los ‘pelaos’.
Una tabla clavada en la parte superior del cajón era el asiento del “conductor”. En la parte frontal, un listón de madera, fijada al centro con tornillo, guasa y arandela para darle movimiento, era la “cabrilla” que se movía con los pies y la pita. Los “stops” eran dos tapas de lata de betún rojo. Se frenaba “rastrillando” los pies, con zapatos de “doble suela y carramplón”.
Concluida la elaboración del carro, había que ubicarlo en una loma bien empinada para salir a correr por los andenes. Era fantástica la sensación que daba la velocidad y grande la emoción que sentíamos bajando la loma. Aunque era corto, nos parecían kilómetros, y dando rienda suelta a la imaginación nos sentíamos en un autódromo. Al llegar a terreno plano, había que tirar con fuerza cuesta arriba para emprender de nuevo el descenso.
Nos divertíamos al aire libre, sin encierros, y sin más implementos que los que nosotros mismos fabricábamos. Gozábamos del viento que nos acariciaba y del radiante sol que Dios le regala todos los días a Barranquilla. ¡Ahora salgan, hagan su propia versión del carrito!