Escribió Jean-Jacques Rousseau que, “la igualdad en la riqueza debe consistir en que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, ni ninguno tan pobre que se vea precisado a venderse”. Un silogismo geométrico y filosófico que nos conduce al análisis de la corrupción, ahora que entramos en la recta final para concurrir a la convocatoria del Estado a la Consulta Popular Anticorrupción que, en buena lid, logramos imponer como perentoria e irrechazable más de cinco millones de colombianos que firmamos la solicitud.

Este miembro separatista de La Ilustración del siglo XVIII, filósofo, escritor, botánico, naturista y además músico, fue sobre todo un observador magnífico y crítico acérrimo de la sociedad de su tiempo, a la que describía como constituida por personas que firmaban un contrato social que les otorgaba ciertos derechos a cambio de abandonar la libertad de que podían disponer en estado natural y aceptar otros deberes, y de allí devino un importante aporte suyo, El contrato social, que me parece que sigue vigente entre nosotros en el siglo XXI.

Suponía Rousseau que siendo los deberes y derechos de los individuos el contrato, el Estado era simplemente una entidad para hacerlo cumplir. Sin embargo, en nuestra sociedad caribe y siendo el Estado el principal –y a veces único– contratista de la inversión, los derechos de los individuos se modelan o adaptan a las necesidades de una maquinaria monstruosa que es el gobierno, donde la mayoría de los funcionarios y los representantes elegidos por voto popular se desbaratan por acceder a esos fondos, gordos y sin doliente, puesto que son ellos mismos quienes deberían hacer de guardianes del tesoro.

De manera que la desigualdad reinante en Colombia –y más aguda en el Caribe y en otras zonas apartadas del centro administrativo andino– conduce a la corrupción de manera exponencial de acuerdo con la lejanía en que se encuentren del gobierno central los municipios y corregimientos, tanto como las capitales. Por eso vemos con horror cómo caen presos alcaldes, contralores, concejales y ediles de pueblos casi inexistentes en la cartografía nacional, mientras sus pares en las capitales hacen lo mismo y roban aún más, se pasean orondos del brazo de aquellos que deberían fiscalizarlos, pero que también gustan del dinero abundante y sin dolientes del Estado.

Y como colofón, no existe sanción social sino más bien una gran admiración por la habilidad alcanzada por los corruptos y corruptores para permanecer intocables, siempre caminando en olor de transparencia, mientras todos oímos en voz baja historias de sus movidas chuecas con ganancias exorbitantes que, ¡oh!, contradicción, proceden de nuestros bolsillos de ciudadanos correctos pagadores de impuestos. La corrupción acabará cuando cada uno esté dispuesto a darle la espalda al amigo corrupto: mientras tanto, todos somos corruptos, así de sencilla y clara es la ecuación.

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