Nadie con dos pulgadas de sensatez lectora negaría la infinita calidad literaria de Mario Vargas Llosa; en él se destacan su capacidad para producir textos de indudable riqueza y un profundo conocimiento teórico y profesional de la literatura. Sabemos también de su apuesta, desde hace un tiempo considerable, por la defensa del liberalismo como la mejor y única opción política de la humanidad. Esto, es apenas algo lógico en un escritor que considera su acercamiento a la izquierda como un simple arrebato juvenil del que está claramente arrepentido, y que, incluso antes de la debacle del bloque socialista, se apartó de los presupuestos políticos latinoamericanos para los que la cortina de hierro no era un velo tan difícil de correr.

Sin embargo, no resultan muy cómodos algunos de los argumentos y referencias en la defensa de esta doctrina, consignados en su último libro –una suerte de autobiografía intelectual publicada a comienzos de este año– titulado La llamada de la tribu. Creo que el ruido de su trabajo no está instalado en los ensayos sobre los siete intelectuales –Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Isaiah Berlin, Raymond Aron y Jean François Ravel– que influenciaron su apuesta por el liberalismo, sino en la introducción del libro. Allí Vargas Llosa muestra a Margaret Thatcher y a Ronald Reagan como dos “grandes líderes sin complejos de autoridad”, que contribuyeron al desarrollo del liberalismo. De Thatcher dice que logró una revolución “hecha dentro de las más estricta legalidad”, y que antes de ella, si bien en Inglaterra se respetaban “las libertades públicas, las elecciones y la libertad de expresión”, el país de la Revolución Industrial estaba sumido en el letargo y “languidecía en una monótona mediocridad”.

Pero quizá lo que más resulta complejo y que colinda con los terrenos de la paradoja, es este argumento: “Aunque en cuestiones económicas y políticas Ronald Reagan y Margaret Thatcher tenían una inequívoca orientación liberal, en muchas cuestiones sociales y morales defendían posiciones conservadoras y hasta reaccionarias –ninguno de ellos hubiera aceptado el matrimonio homosexual, el aborto, la legalización de las drogas o la eutanasia, que a mí me parecían reformas legítimas y necesarias– y en eso, desde luego, yo discrepaba de ellos. Pero, hechas las sumas y las restas, estoy convencido de que ambos prestaron un gran servicio a la cultura de la libertad. Y, en todo caso, a mí me ayudaron a convertirme en un liberal”.

Me atrevo a afirmar que Vargas Llosa no hubiera dicho esto a finales de los años noventa y ni siquiera a comienzos de la década siguiente. Pero del pasado se habla desde el presente y por lo regular se dice más del presente que del mismo pasado del que se pretende hablar. Estos son los tiempos que vivimos, en los que hasta un intelectual como Vargas Llosa, con toda la agudeza para analizar el panorama político mundial, se inscribe en un propagandismo fácil y una simplificación del otro, que nos recuerda los tiempos de la Guerra Fría. Defender el liberalismo y decir que te hiciste liberal por la influencia de Reagan y Thatcher, es prácticamente lo mismo que defender al socialismo inspirado en Joseph Stalin.

javierortizcass@yahoo.com