Insólito lo que ocurrió esta semana cuando las comisiones económicas del Congreso negaron el monto del Presupuesto General de la Nación para la vigencia 2025. Este hecho refleja no solo la falta de mayorías del Gobierno en el Senado –aunque no en la Cámara–, sino una realidad inocultable: el presupuesto que se envió al Congreso se sale de proporción frente a las capacidades fiscales del Gobierno. Es un presupuesto hecho para darle oxígeno al presidente en el año preelectoral, en un momento en que la prioridad no es generar prosperidad, o frenar la toma territorial que están haciendo los grupos criminales, sino mejorar su favorabilidad –que anda en un precario 29 por ciento–.
A la estrategia de arrinconar al sector privado ahora se han sumado dos patas adicionales: aumentar el gasto público en forma desmedida y tomar el control de las empresas estatales, cuya contratación en muchos casos excede la de los propios ministerios.
En el caso del presupuesto, si bien el Congreso negó el monto total, la partida sigue en tablas, pues el Gobierno tiene la sartén por el mango si el Congreso no aprueba el presupuesto antes del 20 de octubre. Por eso, muy seguramente se tramitará la ley de financiamiento que fue radicada por el Gobierno esta misma semana.
Las leyes de financiamiento se tramitan para obtener recursos adicionales, no establecer más gastos y aumentar las necesidades de financiamiento, que es lo que el Gobierno quiere hacer. La fórmula propuesta es de un simplismo que raya en lo chambón: modificar la regla fiscal para permitirle al Gobierno incrementar el déficit fiscal en 10 billones de pesos. O, dicho de otra forma: si al presupuesto le faltaban 12 billones, con esta ley los hace aparecer como por arte de magia. La ley de financiamiento no cierra el hueco fiscal, sino que lo agranda.
Los problemas no paran ahí. Establece nuevos gastos en forma de más subsidios, algo que cuesta 3 billones. Y, además, le permitirá al Fondo Nacional de Ahorro dar créditos sin garantía para mejoramiento de vivienda; la verdad es que esto es un regalo, pues muy pocos los van a pagar. Esto también es insólito y difícilmente encontrará enemigos en el Congreso. La lista sigue: con la idea de atraer turismo a municipios de menos de 200.000 habitantes, proponen excluir algunos servicios de IVA, en vez de dejarlos exentos; esto rompe la cadena productiva, sube los precios y reduce la competitividad. También se crean nuevos subsidios a las energías renovables, que ya los tienen, cuando los problemas en este sector son otros. El resultado de fondo: más desfinanciamiento.
El Gobierno ha tratado de generar adeptos para su proyecto al establecer un sistema de tarifas diferenciadas de impuesto de renta según el tamaño de las empresas. Por ejemplo, una empresa cuyas utilidades sean menores a 296 millones pagará un 27 % en impuestos, y no el actual 35 %. Esto suena atractivo, pero esconde un problema mayúsculo: las empresas grandes se fraccionarían para reducir su tributación. Las tarifas diferenciadas de renta no son ninguna panacea.
Entre más contribuyentes, más difícil la tarea de la Dian –a la que, sin nada que lo justifique, el proyecto de ley le asigna la tarea de conseguir 1,6 billones adicionales en control de la evasión, por encima de los 14,6 billones que ya tenía el proyecto original de presupuesto–. Son cifras descomunales sacadas del sombrero.
Resulta paradójico que el Gobierno quiera acabar con el régimen simple de tributación, cuyo precursor –el monotributo– establecimos en 2016. Es una forma sencilla de pagar renta, IVA e ICA para empresas que ingresan a la formalidad. Ha funcionado en Colombia y en muchos países, y más que acabarlo se debería mejorar. La crítica del gobierno es que las empresas reducen su tamaño para beneficiarse del régimen simple, cuando eso es justamente lo que harán ahora para beneficiarse de esta reforma. ¿Será mucho pedirle al Gobierno algo de coherencia en sus puntos de vista, por lo menos en los temas de la hacienda pública?
Otra enorme paradoja, apenas una semana después del paro camionero, es que el Gobierno quiere adoptar un impuesto que incrementa el precio del ACPM en 488 pesos por galón. Esto, que va en contravía de los acuerdos con los camioneros, refleja una realidad: el Gobierno no tiene la menor intención de hacer aprobar este artículo. Su verdadero interés es modificar la regla fiscal para poder gastar más y más. Lo peor es que, por el momento, el país está cayendo en la trampa.