«Es un amor imposible», me dijo con cierta desazón en el rostro la joven mujer —de escasos diecinueve años—, en referencia a la persona por la que suspiraba, escribía, soñaba, sonreía y, más que todo, lloraba. Y yo, sin atreverme a preguntarle a ella, me cuestioné al instante: ¿Qué es el amor? Las respuestas que arroja el diccionario son más de una docena. Pero ninguna de ellas termina de explicarle a nadie por qué percibimos o vivimos de forma tan visceral una idea que hubo de haber nacido como fruto de la semilla de nuestra propia insuficiencia.
«No es lícito dudar de la realidad del amor ni de su importancia», dice en El amor, las mujeres y la muerte Arthur Schopenhauer, el alemán que sentó las bases del pesimismo filosófico, un pesimismo necesario en este mundo que él describe como algo «sin fin ni límites»… Una consecución de deseos inagotables que, una vez satisfechos, producen la afloración de nuevos anhelos. «Ninguna satisfacción posible en el mundo podría bastar para acallar sus exigencias, poner un punto final a su deseo y llenar el abismo sin fondo de su corazón», planteó en el siglo XIX el pensador según el cual no nacemos para ser felices, sino para esquivar el dolor.
Aun no siendo esa visión de Schopenhauer una verdad universal, la acción y el efecto de amar tiende a acercarnos más al sufrimiento que a la felicidad. Sin embargo, todos hemos deseado y desearemos hasta el fin de nuestros días amar y ser amados. El amor no es una decisión sesuda. Es, más bien, la necesidad de encontrarse a uno mismo a través de la vida del otro. La sabiduría de Schopenhauer nos regaló una definición que es, de lejos, una de las más hermosas y acertadas que he podido encontrar en esta búsqueda consciente de una respuesta a la pregunta con que inicio esta columna: «El amor es el fin último de casi todo esfuerzo humano».
Los seres humanos de hoy —sumidos en la banalidad— creemos amarlo todo, mientras la vida pasa y no nos damos cuenta de que, cual Marcel Proust, vivimos en busca del tiempo perdido. Construimos realidades ideales o idealizamos la realidad al antojo de vitrinas o algoritmos digitales. Estampamos la palabra amor en todo, sin dignificar ninguna de sus tantas acepciones. Pero del siglo XIX de la reina Victoria y de su amado príncipe Alberto al siglo XXI, tan lleno de facilidades como de desafíos, la convicción de hacer lo que sea “por amor” prevalece. Ya no solo como lo concibió Schopenhauer —entre dos individuos de sexo diferente—, sino en todas las direcciones a las que apunte eso que él denominó una «soberana fuerza… la voluntad de vivir». El amor como evolución del ser humano se manifiesta también en su deseo de existir.