La mayor parte de las veces que un ser humano se cuestiona sobre su apariencia física, se guía mucho más por cómo lo ven los demás que por su propia mirada. Infinidad de ocasiones he escuchado a personas —en especial, mujeres— autolesionarse con un discurso destructivo que parece emanar de sus entrañas, mientras reafirman lo malo, lo peor y lo nefasto que habita en su exterior. La gran paradoja del cruel autosaboteo al que solemos someternos a diario es que, de haber un problema, lejos de lo que creemos estar seguros ante la evidencia que se refleja en el espejo, este se aloja por dentro, mas no por fuera de nosotros.

La sustancia, película escrita y dirigida por la francesa Coralie Fargeat, expone con dureza la aversión a la vejez y el miedo a la desaprobación, dos males con los que lidiamos todos desde el día uno en este planeta colmado de terrores infundados por nuestra mismísima autopercepción. Pero ¿en qué momento de la vida empezamos a cuestionar cómo nos vemos? No hay más honestidad descarnada ni impertinencia descarada que la que resuena en la voz de un niño.

La inocencia, vestida con su disfraz más crudo, es capaz de señalar, criticar y objetar lo que sea, en donde sea y a quien sea. Mas no somos en la niñez nuestros propios verdugos, sino los otros quienes se encargan de hacernos ver lo que ellos ven: defectos, fealdades, anomalías… Nuestra visión de nosotros mismos es, desde muy temprana edad, el resultado de millones de ojos escudriñadores sobre la caparazón que recubre lo que en esencia somos, allende lo que parecemos.

Smurov, el protagonista de El ojo, de Vladimir Nabokov, trata de encontrarse a sí mismo mientras transita por un laberinto de espejos que solo le entregan de vuelta imágenes desfiguradas de lo que supuestamente él es. Pero esas imágenes no son producto de su propia consciencia, ni de sus propios ojos; sino de un millón de pupilas escrutadoras que le obligan a enfrentar su amor y su odio por sí mismo, haciendo que se pierda aún más en la vorágine de lo corpóreo.

Elisabeth Sparkle, la protagonista de La sustancia, es una superestrella de las pantallas (interpretada por Demi Moore) que se lacera a sí misma ante el envejecimiento que le va restando cada vez más atributos físicos y que, a través de los ojos de los espectadores —siempre ávidos de belleza y juventud—, la hace ver fuera de tiempo y de espacio en el mundo. Frente a esa mirada martirizadora, su rostro muta hacia el antónimo de su apellido… Y toda ella se vuelve oscuridad. Me pregunto: ¿Qué idea tendríamos de lo bello si un día despertáramos siendo ciegos?