Recorriendo el país uno entiende la magnitud del descontento que existe con el centralismo. No es para menos: la inmensa mayoría de municipios no cuenta con recursos para hacer inversión y, por lo tanto, depende de que Bogotá apruebe algún proyecto.
Sin los aportes del Gobierno central –y el aval del Ministerio de Hacienda– no es posible hacer mayor cosa: desde una cancha deportiva en un municipio pequeño hasta los sistemas de transporte masivo en las capitales. Las cosas no deberían ser así en un país de regiones como Colombia.
Al malestar que produce un arreglo institucional tan desventajoso se suma ahora algo peor: su uso con fines políticos. Es cada vez más evidente que las ciudades y los municipios que eligieron alcaldes con posturas distintas a las del presidente Gustavo Petro no tienen ni tendrán apoyo del Gobierno Nacional. Usar el presupuesto nacional para poner contra las cuerdas a los gobernantes que no comulgan con las ideas del Presidente es particularmente mezquino, pues implica que el bienestar de millones de personas es la moneda con la que se cobran cuentas políticas. En eso ha derivado nuestra imperfecta descentralización. El caso del metro de Bogotá es emblemático.
Ante un panorama así, resulta comprensible que muchos sectores políticos –incluida la oposición– quieran reformar el Sistema General de Participaciones (SGP) que regula el monto de recursos fiscales que transfiere el gobierno central a los departamentos y municipios. Una amplia mayoría de senadores quiere duplicar –en un plazo de diez años a partir de 2027– el porcentaje de los ingresos del Gobierno que se entregan a las entidades territoriales.
Lo que no es comprensible es que se quiera hacer de una manera tan burda como la que plantea el acto legislativo con que se busca modificar el SGP. La fórmula planteada no resuelve los problemas que hay que solucionar y, por el contrario, los acabará agravando. No hay plata para pagar lo que se propone. Es decir, lo único que generará es mayor descontento en las regiones cuando llegue la hora de la verdad y sea evidente que lo que se está cambiando no se pueda cumplir.
El Comité Autónomo de la Regla Fiscal lo advirtió esta semana: el proyecto podría generar una presión de gasto insostenible para el Gobierno central, aumentando exponencialmente la deuda pública. Advirtió también que a la propuesta le falta “un análisis riguroso sobre las capacidades territoriales y las necesidades de financiación de los sectores que serían financiados por las mayores transferencias”. Y, como si fuera poco, la reforma propone que las transferencias nunca podrán disminuir en términos reales. Es decir, si hay un choque que afecte las finanzas públicas –como la caída de ingresos petroleros de 2014-2016–, el choque será doble para el Gobierno central: por una parte, tendrá que absorber la pérdida de ingresos, y por otra, tendrá que mantener las transferencias. Una tarea matemáticamente imposible cuando el resto de gastos también están comprometidos por otras normas de rango constitucional.
Esta reforma implica acabar con la regla fiscal por la puerta de atrás: aun si el Gobierno redujera la inversión a cero, el déficit fiscal resultante sería mayor que el que permite la ley. Habría que incumplir el pago de la deuda pública para abrir el espacio que demandaría este acto legislativo. Sin reconocerlo, quienes aprueben esta ley están diciendo que preferirían vivir en un país que no paga sus obligaciones, con lo que esto significa en términos del acceso a los mercados financieros y mayor costo del capital.
Es muy probable que la iniciativa ya tenga los votos necesarios para ser aprobada, pero será un triunfo efímero. El próximo gobierno, del cual seguramente muchos de los actuales congresistas van a querer estar cerca, tendrá que gastarse parte de su capital político reformando lo que esos mismos congresistas quieren aprobar.
Dirán en las próximas elecciones que resolvieron el problema del centralismo –lo que no es cierto– y buscarán el apoyo de gobernadores y alcaldes, quienes están a favor porque esperan que la reforma les genere más recursos en 2027, su último año de gobierno.
Hay que reformar el sistema de transferencias a las regiones. Eso nadie lo discute. Sin embargo, hacerlo como lo plantea este proyecto –montado en la campaña para 2026– no es más que una reforma a machetazos.