La defensoría pública en Colombia atraviesa una crisis que parece acentuarse cada día más. Una entidad que, en teoría, debía estar orientada a proteger los derechos de quienes no cuentan con recursos para una defensa privada, se ha vuelto, en cambio, un engranaje más al servicio de una administración de justicia que cada vez se distancia más de los verdaderos intereses de las personas que verdaderamente lo necesitan y que su libertad depende de este servicio.
Los defensores públicos, llamados a ser la voz de quienes no pueden costear un abogado, hoy están atrapados en una maraña de sobrecargas laborales y designaciones incontroladas. La práctica de asignar defensores a diestra y siniestra bajo el pretexto de “celeridad procesal” ha convertido sus agendas en un terreno insostenible. El resultado es evidente: defensores sobrecargados, procesos que avanzan solo en apariencia, y personas de escasos recursos cuyos casos no reciben la atención ni el tiempo que ameritan. ¿Cómo podríamos hablar de igualdad procesal, cuando los defensores públicos no tienen investigadores ni asistentes?
En el afán de evitar congestiones judiciales, el sistema ha optado por una solución que, en última instancia, perjudica tanto al defensor como al defendido. La asignación indiscriminada de casos no solo vulnera el derecho a una defensa técnica adecuada, sino que convierte a la defensoría en un mero trámite para cumplir con exigencias de eficiencia procesal. Pero ¿dónde queda la justicia verdadera cuando el abogado designado no tiene tiempo, ni recursos, ni un espacio real de independencia?
En estos días hemos visto también una situación no solo lamentable, sino preocupante de algunos pocos despachos judiciales: la compulsa de copias a los defensores públicos por no tener espacios en sus agendas para las fechas que fijan para adelantar audiencias con poca antelación.
La falta de autonomía de la Defensoría es otro de los problemas de fondo. Lejos de ser un organismo independiente, se ha vuelto un apéndice de la administración de justicia. Esto hace que la labor de los defensores no solo esté limitada por la carga de trabajo, sino también por la falta de libertad para actuar en defensa de sus clientes sin que su ejercicio se vea coartado por presiones institucionales.
Es hora de apoyar el papel de la defensoría pública, no como una simple herramienta de celeridad procesal, sino como el organismo de justicia social que debería ser. Necesitamos defensores públicos que puedan hacer su labor con verdadera independencia y recursos suficientes para que cada caso que toquen no sea una mera formalidad, sino una defensa real y efectiva de los derechos de los más vulnerables.