En el cuento de juventud La noche de los alcaravanes, García Márquez narra la historia trágica de unos amigos que quedan ciegos a causa de los picotazos de una parvada de aves zancudas de burdel. El cuento brotó del burdel de la Negra Eufemia en La Arenosa. También en La mujer que llegaba a las seis toca tempranamente esta temática prostibularia, que reaparecerá en el pellejo de la gitanilla que carga con José Arcadio, en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre, en el burdel errante de la Cándida Eréndira, en la contabilista Nigromanta, que anota sus créditos a Aureliano Babilonia con rayitas en la puerta, en el prostíbulo de Pilar Ternera, encarnación cimera de la Negra Eufemia, en la postrera alcahueta Rosa Cabarcas, la Celestina de Memoria de mis putas tristes.

Esta última novela, que para algunos es una inadmisible exaltación de la pederastia, para otros lectores más perspicaces de García Márquez es, simplemente, una última vuelta de tuerca del mismo viejo tema de los amores contrariados, imposibles, de esos que se confunden con la rabia, el cólera o la demencia senil. En este sentido, ni siquiera es novedosa la pasión entre un viejo y una niña, ya había sido profetizada por otros personajes como el patriarca, para no hablar de Florentino Ariza y América Vicuña. Pero, más allá de los evidentes resquemores que pueda causar esta novela, lo cierto es que Memoria de mis putas tristes, que alcanza los 20 años de publicación, es una obra de madurez, con un amoroso trasfondo barranquillero, un auténtico homenaje a la Arenosa de un autor que admiró su belleza mientras escribía Jirafas en un rascacielos. Si la ciudad cobra relieve en Vivir para contarla, si hacia el final de Cien años de soledad es posible atisbar una transposición poética de Barranquilla, en el drama de Mustio Collado, La Arenosa aparece retratada de cuerpo entero. Una Barranquilla idealizada, claro está, cuya información no concuerda del todo históricamente.

Tal vez por ello, Gabo no menciona nunca el nombre de la ciudad, como para ahorrarse la cantaleta de los moralistas hipócritas y los victorianos trasnochados. En todo caso, ahí están el Parque de San Nicolás, las Bocas de Ceniza, la calle Ancha, el camellón Abello, el Paseo Colón, el Paseo de Bolívar, el Cementerio Universal, el Barrio Chino, EL HERALDO, el café Roma, la calle del Crimen, Bellas Artes, la librería Mundo, la Sociedad de Mejoras Públicas, el teatro Apolo, el burdel histórico de la Negra Eufemia, la calle de los Notarios, la calle San Blas, los arroyos, esas calles de arenas ardientes que bajan hacia el río y en invierno se convierten en torrenteras que arrastran cuanto encuentran a su paso. En las páginas de la novela resuena, asimismo, la voz al amanecer de Marcos Pérez, los pases de Figurita, el mejor bailarín de burdeles del mundo, los acordes de Pedro Biava, nuestro músico enorme, las brisas de diciembre, el carnaval, el muelle fluvial, el mercado público, el río grande de la Magdalena, la cercanía de Pradomar, de Puerto Colombia. En suma, como si hiciera falta, la vida cultural y cotidiana de «esta ciudad de mi alma tan apreciada de propios y ajenos por la buena índole de su gente y la pureza de su luz».