Entre lo mucho que tengo para agradecerle a la vida, brilla la educación que recibí en los Estados Unidos, donde viví siete años y obtuve dos grados en la mejor universidad del mundo. Por el respeto y gratitud que siento por el país que me educó y que admiro, nunca he opinado públicamente sobre su política interna. Rompo esa norma, por la trascendencia de su reciente elección presidencial.

No encuentro en lo corrido del siglo un personaje más controvertido que el recién reelegido presidente de los EE. UU., Donald J. Trump. La verticalidad de sus posiciones, la claridad de sus conceptos, su combatividad, su inexhaustible energía y su inmensa capacidad de logro hacen inevitable que provoque los más antagónicos sentimientos. Unos lo odian, otros lo admiran.

En mi caso, aprendí de mis padres a juzgar a los hechos y no a las personas. Partiendo de los hechos, pienso que las decisiones de estado que tomó Trump durante su primera presidencia invariablemente tuvieron como primera consideración el interés de su nación. Y la inmensa mayoría, si no la totalidad, sirvieron plenamente ese interés y produjeron resultados benéficos para el país y sus ciudadanos. Más aún, dado el peso de los EE. UU., algunas de ellas fueron también benéficas para el mundo, en general.

Espero, por eso, que el gobierno que iniciará en enero se caracterice, como el anterior, por la búsqueda de la prosperidad de sus ciudadanos y la defensa de sus intereses nacionales. Inicialmente, deberá entrar a reparar los daños causados por el gobierno de un presidente que hasta fue declarado inimputable por su propio ministerio de Justicia. Pero Trump, que superó impertérrito los atentados contra su vida y los intentos de los incumbentes de mariacorinearlo con turbios montajes judiciales, tiene la fortaleza para hacerlo.

Su primer acto de gobierno será, sin duda, liberar la exploración y la explotación de hidrocarburos, bloqueadas por el gobierno saliente, e incentivar el “fracking”. Además del obvio valor estratégico de lograr la independencia energética, esta medida reducirá enormemente el costo de la energía y, por ende, el costo de vida en el país. Con suerte, hasta el resto del mundo puede beneficiarse de ella.

En el frente internacional, adoptará posiciones muy firmes, buscando reparar el gran daño ocasionado por la debacle de la huida de Biden de Afganistán. Su apoyo a Israel será decidido y franco, y al dejar el manejo baboso que se le venía dando al problema, posiblemente logre resultados positivos en el medio Oriente en un plazo corto.

Es claro, también, que el presidente Trump buscará reversar los inmensos daños que los partidarios de la fábula/negocio del calentamiento global antropogénico les han causado a los estadounidenses. Con seguridad, eliminará muchos de los delirantes mandatos que les han impuesto, como el uso obligatorio de vehículos eléctricos. Y en la medida en que logre introducir racionalidad y ciencia en este tema, que ya está adquiriendo connotaciones casi religiosas en la franja más lunática de los calentacionistas, le habrá servido, además de a su país, a la humanidad entera.

Es brillante el futuro que se le abre a EE. UU. con el presidente Trump. De un manejo dominado por un autodenominado “progresismo”, cuyo único logro es ir en la vanguardia del retroceso, esa gran nación pasará a desatar el inmenso potencial que tiene. Me alegro inmensamente.