“¿Preso, herido o muerto?” Hasta una decena de cuadras de distancia del muro los berlineses podían escuchar esporádicas ráfagas de ametralladora en las horas más oscuras de la noche, la hora del lobo en las leyendas nórdicas. Para las madres en Berlín Oriental, o del Este, que tenían hijos hombres jóvenes, ese rat-tat-tat-tat era su peor pesadilla. Saltaban a comprobar si estaban en casa. Si no, a esperar que llegaran o hasta recibir una llamada de la temida Stasi, como se le decía al Ministerio para la Seguridad del Estado, encargada entre muchas cosas de los guardas y sus cientos de perros responsables de que nadie tuviera éxito en volarse el infame “muro de Berlín” que los separaba de la libertad, de la democracia y de un trabajo. Sólo quedaba para esas madres escuchar entre sollozos cualquier respuesta a la inevitable pregunta al inicio de este párrafo.
Pero, con todo el suplicio que los 150 kilómetros de muro infligían a la otrora capital del Reich, ése palidecía ante los 1.400 kilómetros de la “frontera interna” entre las dos Alemanias, construida por la Alemania oriental para confinar a todos sus habitantes. Hoy rechazamos muros que no dejan entrar extranjeros, pero siempre revelan extraordinaria crueldad los que no dejan salir a sus propios habitantes. Desde 1972 se sembraron además miles de explosivos de TNT que destrozaban los cuerpos de animales y de fugitivos.
En la primavera de 1977, en compañía de una pareja amiga, recorrimos más de cien kilómetros por una autopista paralela a esa frontera interna. En la fotografía que encabeza la versión digital de esta columna, tomada cerca de Lübeck, estoy entre la esposa de mi amigo y un aviso que dice: Halt Hier: Alto Aquí. Zonengrenze: Frontera Interna. Se puede ver una franja despejada de bosque de unos 200 metros de ancho y al fondo, formando una doble frontera, la alta valla alambrada. En esta se distingue una casamata desde donde cazaban como conejos a quienes tenían el coraje de intentar fugarse. La zona despejada era para que muertos o heridos quedaran en territorio controlado por sus victimarios, dentro de la “cortina de hierro”.
Este 9 de noviembre se cumplieron 35 años del colapso del muro. En las oficinas de la KGB en Dresde trabajó a finales de los años 80s un joven llamado Vladimir Putin. Que él exprese nostalgia por esa barbarie al servicio del poder soviético no es una sorpresa; que nuestro presidente haya ido a expresarla ante quienes la sufrieron resulta indolente e incomprensible.