En América Latina hay un país que rompe con todos los esquemas democráticos de la región. Un país que, a pesar, o a causa tal vez, de tener tan poca población, se erige como un ejemplo de democracia participativa, plural y respetuosa.
Es la República Oriental del Uruguay.
Un país de un poco menos de 3 millones y medio de habitantes “ensanduchado” entre la turbulenta Argentina de 46 millones y el coloso de América, Brasil, con más de 216 millones de personas. A orillas del Río de la Plata, donde se encuentra su capital, Montevideo, concentra poco más del 70% de su población. Para entender estas dimensiones, imaginemos que Barranquilla fuese la capital de un país cuyo territorio abarcase la región Caribe, pero con una población tres veces menor.
Sin embargo, este pequeño país es gigante en su capacidad democrática. En la reciente jornada electoral, esto quedó demostrado de manera contundente. Yamandú Orsi, del Frente Amplio, fue elegido presidente, mientras que Álvaro Delgado, de la coalición de derecha, reconoció los resultados en un discurso digno y respetuoso, mostrando una altura política que no abunda en la región. Orsi habló de gobernar para todos los uruguayos, sin divisiones ni sectarismos, mientras Delgado se comprometió a ser una oposición constructiva. Dos discursos distintos, pero que coincidieron en algo fundamental: el progreso del país es prioridad.
Esta escena contrasta fuertemente con la situación de sus vecinos. Argentina, sumida en una política mediática y superficial, tiene como protagonista a Javier Milei, un líder que prefiere gritar y dividir antes que dialogar. La grieta política sigue dominando la narrativa, alimentando la confrontación y dejando poco espacio para construir futuro.
En Brasil, la democracia ha sido sacudida por el enfrentamiento entre Bolsonaro y Lula. Escándalos de corrupción, polarización extrema y desinformación han convertido al gigante sudamericano en un campo de batalla ideológico donde las instituciones se resienten y la población pierde confianza en la política.
Uruguay, en cambio, sigue otro camino. Su política no es espectáculo, sino construcción colectiva. Su democracia no se basa en líderes mesiánicos ni en promesas vacías, sino en el respeto, la participación y la búsqueda de consensos.
La fortaleza de Uruguay no radica en su tamaño ni en su población, sino en su capacidad para demostrar que la democracia puede ser un espacio de unión y progreso. En un continente marcado por divisiones, Uruguay se alza como un ejemplo de que el respeto y el diálogo son las mejores herramientas para construir futuro.
Un “paisito” con una gran lección para toda la región.