La noche de las velitas se acerca, secretamente la he esperado todo el año, como el náufrago Pedro Serrano, así mismo, atisbando la providencial arboladura de una nave en el desmesurado horizonte del Caribe.

La memoria se puebla de recuerdos, de fantasmas queridos, de amigos entrañables que no hemos vuelto a ver, de hermanos enfadados.

Se puebla también de olores, de sonidos, de canciones, de la voz de los abuelos. Se llena de momentos irrepetibles, que hemos ido puliendo con los años, de un universo paralelo que se amasa con la misma arcilla de los sueños, con el mismo barro de la realidad.

Mañana los pisos de las terrazas estarán llenos de velitas de colores a medio quemar, o de farolitos para evitar que la ventolera apague las ofrendas a la Inmaculada, a la virgen bendita, como dice la canción de Adolfo Echeverría.

Diciembre es un mes especial, no por ninguna de las elaboradas razones de la Iglesia, no por ningún mito camandulero, que ya hace rato debería haber superado como especie el Homo sapiens, aunque por lo visto el supuesto «hombre sabio» no dejará nunca de ser un primate religioso.

La clave de diciembre es la repetición, la cultura: se preparan las mismas recetas, se escuchan las mismas canciones, se extraña la misma gente. Casi podríamos decir que se respira la misma brisa.

Diciembre es el eterno retorno de la nostalgia, el recuerdo triste de los tiempos felices. Así, en esta columna cíclica, diré otra vez que diciembre es el eco de la infancia.

El olor de la pintura, la brisa que remonta las cometas, el patio donde crecí. Diciembre es la música en la distancia, el fragor de una cancha de fútbol, el sancocho trifásico en el fogón de leña, el sabor a ron con pasas de la primera novia.

Diciembre es una ofrenda a la infancia. Un homenaje a esa época en la que el desencantamiento del mundo no había tenido lugar.

La clave es el tiempo, sin la menor duda. La física moderna dice que quizá la flecha del tiempo —y la conciencia de su fluir— se deba más a nuestra miope perspectiva que al universo en sí mismo.

Dice que el tiempo no es único ni se orienta de pasado a futuro ni la noción de presente tiene sentido, pero entonces ¿por qué nadie nos saca de la cabeza que hoy es viernes 6 de diciembre de 2024 en todo el vasto universo? Acaso porque, aunque no sepamos nada de entropía ni de termodinámica ni sospechemos que esa cosa rara e inasible que en vano intenta medir el reloj en nuestra mesita de noche se parece más a una inmensa y desordenada red de eventos cuánticos que a una línea temporal, en el fondo de nuestro ser, no estamos hechos de otra cosa que de las cicatrices que el oleaje del pasado va dejando en la memoria.

Tal es el tiempo para nosotros: recuerdos, nostalgia, dolor de ausencia.

Enigma insoluble que ha fascinado por igual a científicos, teólogos, filósofos y poetas…