No entraré en esta polémica estéril de Navidad: por una parte, los conocedores de Cien años de soledad sosteniendo con argumentos que la serie de televisión es mala y, por otra parte, una cuadrilla de furibundos defensores intentando vender la serie como la octava maravilla de los sabios alquimistas de Netflix.

Bastará citar al propio Gabo para poner las cosas en su sitio: «Te puedo asegurar que prácticamente todas las historias que están en Cien años de soledad estuvieron en la mesa de los productores de cine y las rechazaban porque decían que eran inverosímiles y no llegaban a la gente. Entonces me sentí muy desilusionado. Me sentí tan desahuciado en el cine que empecé a escribir Cien años de soledad, que siempre dije que está escrita contra el cine en el sentido de demostrar que la literatura tiene mucho más alcance, mayores posibilidades de llegar a todo el mundo, que el cine».

El paso del campo literario al campo audiovisual, a causa de la disímil extensión de sus productos textuales, implica una transfiguración drástica del material de partida. Se ven transformados los contenidos semánticos, las categorías temporales, las instancias enunciativas y los procesos estilísticos.

En los escritos de García Márquez, la relación entre la palabra y el objeto tiene un carácter indefinido. Existe un acucioso trabajo con el lenguaje que busca crear nuevas imágenes a partir de diversas magnitudes semánticas. Lo cual hace que la estructura lingüística resultante no pueda ser fotografiada con éxito.

La orientación verbal de las imágenes creadas por García Márquez hace que, salvo el mero argumento, casi nada de sus obras pueda ser transferido a la pantalla. Lo que explica, hasta cierto punto, el éxito de sus proyectos literarios y el relativo fracaso de sus empresas cinematográficas. Así las cosas, desde el punto de vista técnico, Cien años de soledad constituye, una toma de posición efectuada en el campo de la novela, pero que es, del mismo modo, una respuesta al cine y a la televisión. Respuesta que, además de lo anterior, es un alegato a la falta de autonomía del escritor sobre su trabajo, pues el guionista es simplemente una más de las piezas que componen el complejo engranaje de intereses contradictorios que supone la actividad cinematográfica. Por esa razón, afirma el autor, «escribí una novela con soluciones totalmente literarias, una novela que es, si se quiere, las antípodas del cine: Cien años de soledad».

Su decepción se funda, además, en la falta de autonomía que lleva consigo la industria del cine. De este campo salió derecho a escribir Cien años de soledad, un texto que conjuga la experimentación verbal con la estructural, así que los aspectos formales adquieren tal importancia que, incluso, llegan a significar mucho más que la historia que se nos cuenta. Con lo que se demuestra, que es al nivel de la forma, y no de los contenidos, en donde reposa la significación social de una obra literaria, así como su auténtica dimensión estética.