Barranquilla carga con la fama histórica de ser más fenicia que alejandrina. Por eso, parecería casi una excentricidad la Feria Internacional del Libro que tuvo lugar del 12 al 15 de diciembre. La iniciativa de las secretarías de Cultura de la Alcaldía y Gobernación rindió homenaje a la escritora barranquillera Marvel Moreno, autora de En diciembre llegaban las brisas.

Borges decía que la lectura es “una de las formas de la felicidad”. El deleite mayor de nuestros coterráneos es polemizar a elevadas temperaturas verbales sobre el Junior y la enmarañada política nacional, aunque sin mayores consecuencias en la presión arterial.

De pelao me emocionaba con las intrépidas aventuras de Kalimán, El Santo y Chanoc. Mi primer hallazgo literario fue El conde de Montecristo. Lo exhumé amarillento y sin tapa de un viejo baúl de mis abuelos maternos. La novela de Dumas me animó a registrar mis pensamientos en un cuaderno. Me divertía, por ejemplo, lo que les ocurría los domingos a los borrachos del barrio cuando retornaban de las tiendas. En sus casas les saqueaban los bolsillos y al día siguiente, tras emerger de la ebriedad, nada podían hacer, porque su enlagunado hipocampo no daba para que la memoria estableciera cuánto habían traído.

En el colegio uno de mis entretenimientos era atiborrar el tablero de frases extraídas de libros de la Biblioteca Departamental. Una vez escribí: “El cerebro del hombre es un arma más terrible que la garra del león”. En la tempestuosa coyuntura ideológica de los 70 yo terminé muy pronto rechazando a Schopenhauer y transformándome en un líder estudiantil convencido de que en los libros de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao estaba la piedra filosofal que salvaría a la humanidad.

El activismo de izquierda de los 70 produjo en Barranquilla un gran entusiasmo por la lectura. Un compulsivo hábito de la época era poblar los libros de glosas a lápiz o bolígrafo. De un inolvidable amigo fallecido, Víctor Caballero Villa, el famoso Guataco, recuerdo su surtida biblioteca. Las paredes de su habitación de alquiler estaban forradas de libros y los tenía tan bien contabilizados en su cabeza que era imposible robarle uno sin que lo descubriera.

Mi vocación lectora, sospecho, la afincó mi mamá con sus jalones de oreja para que me entrara la cartilla abecedario. Repasar en El infinito en un junco de Irene Vallejo la parábola de Demóstenes, que de tartamudo pasó a ser “el orador más famoso de todos los tiempos”, gracias a una “sádica disciplina”, me ha permitido póstumamente perdonar los espesos lagrimones que me sacó mi adorada vieja.

@HoracioBrieva