Colombia no puede ufanarse de poseer un amplio mosaico de grandes presidentes de la República. Tal vez los mejores han sido Rafael Reyes, que lideró la reconstrucción nacional después de la Guerra de los Mil Días (ruinosa y absurda como todas las guerras civiles de este ciclónico Macondo en que nos tocó nacer e intentar ser felices); Enrique Olaya Herrera, que derrotó la hegemonía conservadora en favor de una visión liberal del gobierno; Alfonso López Pumarejo, que acaudilló el reformismo de la ‘Revolución en Marcha’, y Alberto Lleras Camargo, que le dio estatura intelectual y ética a la política y fue esencial para permitir la paz bipartidista del Frente Nacional. Falta quizá, en esta breve lista, Carlos Lleras Restrepo que dotó al Estado de nuevas instituciones necesarias. De resto, hemos tenido presidentes apenas aceptables. Otros intrascendentes. Y otros solo dejaron un deplorable legado de ineptitud.

La Presidencia es una institución poderosa en un país que gira en torno a ella. Ocupa siempre un lugar central en el escrutinio de las responsabilidades cuando tratamos de explicarnos la razón perpetua de los conflictos y atrasos colombianos.

En este marco, se inscribe la presidencia de Gustavo Petro. A 18 meses de concluir su mandato, la pregunta es qué pasó con la ruptura ofrecida para cambiar el modelo de gobernar a Colombia. ¿Fue solo tramposa retórica de plaza pública para enamorar a las masas crédulas?

Para su leal feligresía, cuyo peso electoral no desdeño y se verá en 2026, Petro es el presidente más inteligente que ha dado Colombia desde su constitución en república. Pero para un vasto segmento del país nacional, que hoy parece mayoritario si nos atenemos a las encuestas, Petro ha sido un pésimo ensayo. Un error del voto popular.

Desde luego, solo hasta el final será posible un veredicto sobre la administración Petro. A estas alturas, sin embargo, tenemos suficiente información para sostener que el Gobierno ha sido decepcionante en materia de transparencia pues no logró encarnar eso que Gaitán llamó la “restauración moral de la República”. Lo asombroso es el estado de negación de sus bases más radicalizadas. Para estas los escándalos de corrupción de la era Petro son malvados montajes de la oligarquía. Ficción pura de la derecha. Fantasías de los medios de comunicación.

Solo dos caudillos han logrado en Colombia estas adherencias incondicionales en los últimos 22 años: Álvaro Uribe y Petro. Es decir, que sus tropas políticas les reverencien con absoluta devoción. Lo que prueba que la idolatría es un extravío antidemocrático que no tiene ni ideología ni partido. Igual que la corrupción.

@HoracioBrieva