‘Robapollo’, el cantinero, alias Ramón Emilio Jiménez, era mi espía mientras servía las cervezas en cada mesa, porque ponía mucha atención a lo que hablaban y me traía la información. “Dóctor, en la mesa de los abogados acaban de callar a uno que estaba recitando de memoria Cien años de Soledad, ya iba por la página 15 y parecía que no podía parar. En la de al lado están hablando del Viejo Mao y la Revolución Cultural China”. ‘Robapollo’ no necesitó terminar bachillerato para desarrollar esa inteligencia empírica que le permitía entender diálogos de cierta complejidad y anotaba lo que le interesaba en la misma libretica donde apuntaba las cuentas de cada mesa.

La Casita de Paja se convirtió en un hervidero de intelectuales de la ciudad de todas las profesiones y especialidades del arte y la cultura local, nacional y universal. En ese pedazo de la Calle Almendra sin pavimentar y lleno de mesas y taburetes, se conjugaba un verbo depurado, detrás del cual se intuía una formación sólida para argumentar su punto. En algún momento, Celia gritaba en el picó ¡Azúcar!, y un coro de feligreses le respondía ¡Azúcar! Era casi una alucinación auditiva escuchar el discurso de cada mesa, a niveles superlativos con el léxico preciso para definir situaciones y aclarar conceptos. Era una catarata de ideas acerca de todo asunto que ameritara una discusión seria en la que no había debate, sino enriquecimiento intelectivo, es decir, la virtud de entender.

Decidimos armar una fundación cultural y la llamamos, por supuesto, Fundación Cultural Casita de Paja, con la cual hicimos presencia en diversos planos de la cosa cultural de la ciudad, en los que repartíamos los escritos que hacían algunos de los miembros acerca de cultura en general; así como en las emisoras, en las que hablábamos de música salsa.

Esto sirvió para que El Capitán Visbal, dueño de La Saporrita, el famoso bailadero de la época, nos contratara para ser acompañantes de las estrellas de esa música que llegaban a la ciudad, desde Willie Colón y Rubén Blades, los primeros que acompañamos, pasando por las estrellas y orquestas salseras del momento que él presentaba en ese bailadero.

Después, vino la diáspora obligatoria en la que cada uno empezó a definir su vida y tomar el camino que lo alejaba de la Casita de Paja, porque la otra vida reclama la presencia y no queda mucho tiempo para la rumba ni el bembé.

Y pensar que antes no nos alcanzaba el tiempo para ir a rumbear y hablar en la Casita de Paja, por la cantidad de eventos culturales del fin de semana por toda la ciudad. Hoy, es muy poco lo que ésta ofrece en ese nivel cultural.

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