Este diez de enero, en un evento que tuvo más cinismo que cualquier otro de su tipo en las últimas décadas, Nicolás Maduro tomó posesión de un cargo en el que no termina de encajar en tanto que no termina de esclarecerse la legitimidad del proceso según el cual fue, supuestamente, reelegido como presidente de Venezuela. Mientras tanto, el primer mandatario colombiano, flotando en aguas cada vez más tibias, decidió no ir a la farsa del sucesor de Chávez y, en su reemplazo, enviar a Milton Rengifo, el embajador de Colombia en Caracas o, más bien, el alfil de la vergüenza.

Intentar tapar el sol con un dedo es más que infantil. En este caso, que ha sido motivo de debate no solo en nuestro país sino también en el resto del mundo, la infructuosa movida de Gustavo Petro ni siquiera alcanza a pasar como algo ingenuo. Cualquier dignatario que asistiera a esa connotada posesión en representación de Colombia habría sentado un precedente que apena. Habría representado el reconocimiento de un régimen que, semejante al de Cuba o al de Nicaragua, está basado en la destrucción de la democracia y en el castigo al librepensamiento.

En una entrevista reciente con el diario El Tiempo, Rengifo dijo que «la paz de Venezuela es la paz de Colombia», intentando ser diplomático o sonar “políticamente correcto”. Al leer el eufemismo de su expresión, recordé ese capítulo bíblico que reza: «Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia». No sé por qué vino a mi mente esta idea del catolicismo. Tal vez porque expresa una creencia, una que trata de unificar a fuerza del dogma que aquello en lo que se confía, aun sin haberle visto de frente, sin haber evidencia probada o probable de su existencia y poder, es y debe seguir siendo per in secula seculorum.

En nombre de la institucionalidad binacional, en la cual se escuda el embajador, no se puede desconocer ni mucho menos premiar la ilegalidad. Como tampoco se puede ser ciego ante la vulneración de los derechos humanos, un lastre con el que han tenido que cargar millones de venezolanos desde hace mucho tiempo. Desde que creyeron en las palabras y en las promesas de un chavismo que no es más que un engañoso y mal erigido concepto de liderazgo que, sirviéndose del nombre del Libertador, iza las banderas de una vil dictadura.

«Nadie instaura una dictadura para salvaguardar una revolución, sino que la revolución se hace para instaurar una dictadura». Estas palabras de George Orwell bien retratan la realidad del pueblo venezolano, víctima de una “revolución bolivariana” que mutó de sueño a pesadilla.

@catarojano