En mis años de colegio, escuché a Marcos Pérez Caicedo decir durante la transmisión de un partido de béisbol: “He visto a muertos cargando basura”. Según los mayores de esa época, esta frase tenía un doble sentido: por un lado, denunciaba la corrupción en las empresas públicas de la ciudad, donde se seguía pagando a empleados fallecidos; por otro, destacaba que un partido no termina hasta que se registra el último out. En esta columna, me centraré en el primer significado: la denuncia.
En la época del locutor, cuando no existían computadoras, internet ni bases de datos interconectadas, las estadísticas vitales —como los certificados de nacimientos, defunciones y otros eventos clave de la vida humana— se llevaban de manera manual. La consolidación de datos a nivel regional o nacional dependía de documentos físicos que debían recorrer largas distancias, lo que tomaba meses o incluso años para completarse. Este retraso, además de ser una gran limitante operativa, favorecía intereses oscuros y permitía que se llevaran a cabo prácticas corruptas, casi impunemente, como las denunciadas por Pérez Caicedo.
Los registros vitales son fundamentales para entender la dinámica demográfica y social de un país. Constituyen la base para construir políticas públicas que respondan a las necesidades reales de la población. Hoy en día, las herramientas informáticas permiten reportar nacimientos y defunciones en cuestión de horas. Sistemas como el financiero y el de pensiones cuentan con la integración tecnológica necesaria para usar eficientemente esta información. Sin embargo, en otros sectores, la realidad es diferente, perpetuando mitos, creando desinformación y alimentando la desconfianza en las instituciones.
Por ejemplo, el subregistro de nacimientos excluye a los niños de servicios esenciales como la salud y la educación. Asimismo, la falta de precisión en el registro de defunciones afecta el cálculo de indicadores como la esperanza de vida y las tasas de mortalidad, dificultando la priorización de problemas de salud pública.
Un caso recurrente en el sistema de salud ilustra esta problemática: las atenciones médicas se brindan a personas vivas, incluidas aquellas que fallecen durante o poco después del proceso de atención. Las facturas por estos servicios, naturalmente, se generan tras culminar la atención, incluso en los casos de pacientes fallecidos. Aunque algunos líderes políticos han señalado recientemente esta práctica como un acto de corrupción, lo cierto es que suele estar vinculada a limitaciones estructurales, como la falta de un sistema de historia clínica universal que integre en tiempo real la información sobre atenciones y eventos vitales.
Denunciar sin comprender estas dinámicas solo refuerza percepciones negativas y no resuelve los problemas de fondo. En Colombia, desde hace años existe normativa que regula la interoperabilidad de los datos de la historia clínica. Implementar herramientas tecnológicas y procesos que aseguren la coherencia entre los registros administrativos y las realidades operativas permitiría un cambio significativo, mejorando la calidad de los datos y reflejando con mayor fidelidad la realidad.
Es desalentador que se pretenda resolver problemas sin entenderlos. La explicación simplista de culpar a la corrupción de todo puede servir para ganar elecciones, pero no para gobernar, y mucho menos para lograr los cambios que el país necesita. Si se persiste en señalar sin analizar ni proponer soluciones, será inevitable que esto “se lo lleve Pindanga”, como también decía Marcos Pérez.
@hmbaquero