«Si solo se dieran limosnas por piedad, todos los mendigos hubieran ya muerto de hambre», dijo Friedrich Nietzsche, el humano demasiado humano que representó a través de su Zaratustra a un ermitaño que, al descender de la soledad de la montaña, comunicó la profundidad de su saber sobre la vida y la naturaleza del hombre. Esta semana, la toma de posesión de Donald Trump se selló con una súplica inesperada de carácter religioso que el mandatario luego juzgó como algo “inapropiado”.

«Déjeme hacer un último ruego, por favor, señor presidente», empezó a decir Mariann Budde, la obispa episcopal de Washington, o bien, la heroína de esta historia. «Tenga piedad de la gente de nuestro país que tiene miedo ahora», dijo en referencia a la comunidad LGBT, a los migrantes indocumentados y a los refugiados que habitan el territorio donde el llamado “sueño americano” se torna cada vez más distante del forastero.

El Trump que en su discurso de posesión habló sobre “la mano providencial de un Dios amoroso” que lo salvó de ser asesinado es el mismo que con los gestos característicos de un ególatra escuchó el ruego de una mujer que solo aprovechó un instante que pudo haber sido etéreo para, con sus palabras tan serenas como vibrantes, rebelarse contra el agresivo establecimiento trumpista o contra todo lo que pretenda aniquilar la existencia de humanos cuyo principal defecto es ser diferentes en un país de supuestos iguales.

Mujeres, hombres, homosexuales, migrantes, obreros, transexuales, blancos, negros —o del color o la proveniencia que sea— no tienen por qué sentir miedo ante la llegada de un gobernante que, de entrada, infunde la idea de que todo lo que se salga de la línea aparentemente correcta no merece ser tenido en cuenta como parte de esa nación independiente que él ha prometido, de nuevo, hacer “grande otra vez”.

Entonces, el discurso de la religiosa que cual novicia rebelde se alzó contra la injusticia manifiesta en la voz de un Trump ensañado contra los inmigrantes y las personas LGBT le resultó “desagradable” y carente de inteligencia al hombre que a sus setentaiocho años asumió la Presidencia de EE. UU. este veinte de enero, un día tan gélido en Washington como su percepción de la vida humana en todas sus manifestaciones posibles.

«¡Ella y su iglesia le deben una disculpa al público!», expresó Trump sobre lo dicho por la obispa rebelde. Ella no le debe nada a nadie. Lo que esa mujer le supo entregar, no solo a él, sino también al mundo entero fue un mensaje de igualdad, compasión y bondad. La piedad de Trump seguirá siendo una incógnita. Quizás esta pregunta de Albert Camus resuma el asunto: «¿Quién necesita piedad, sino aquellos que no tienen compasión de nadie?».

@catarojano