El pasado fin de semana, el Consejo de Estado tomó una decisión respecto a la demanda de nulidad contra una ordenanza expedida hace varios años por la Asamblea del Atlántico, mediante la cual se establecían los límites territoriales entre Puerto Colombia y Barranquilla. Esa determinación, irrevocable según algunos analistas, le reintegra al Distrito de Barranquilla cerca de 1.435 hectáreas ubicadas en el ámbito de influencia del Corredor Universitario, una de las zonas con mayor valorización y potencial de crecimiento en el departamento. La resolución de este conflicto supone un duro golpe para las finanzas de Puerto Colombia y una buena noticia para la Secretaría de Hacienda barranquillera.
Aunque se entiende que la decisión es definitiva, seguramente los asesores jurídicos del municipio de Puerto Colombia estarán buscando maniobras legales para revertirla o aplazarla. No es para menos. Se ha informado que, debido a este nuevo escenario, el recaudo tributario del municipio—fundamentalmente asociado al impuesto predial y al de industria y comercio—se reduciría aproximadamente en un 55%. Nadie se sorprendería si aparecen nuevas dilaciones.
Independientemente de las consecuencias que deberán asumir las entidades involucradas, lo verdaderamente escandaloso es que la disputa haya tomado dieciséis años para resolverse. En ese tiempo se pueden celebrar cuatro mundiales de fútbol y vivir (¿o sufrir?) cuatro periodos presidenciales. Imagínense eso.
Cuando un proceso jurídico se prolonga en exceso, sus efectos negativos trascienden a los directamente involucrados. La primera gran consecuencia es la pérdida de confianza en la justicia, pues un sistema judicial que tarda tanto en resolver controversias fundamentales demuestra ineficiencia y falta de capacidad para garantizar derechos de manera oportuna. En este caso, para el Estado significa destinar recursos humanos y financieros durante más de tres lustros en un mismo asunto, mientras que para los ciudadanos implica una posible pérdida de oportunidades e incluso daños patrimoniales.
La tardanza en la resolución de conflictos solo beneficia a quienes buscan dilatar las decisiones en favor de sus propios intereses, ya sean políticos o económicos. Desde los tiempos de Séneca lo sabemos: «Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía». O, mejor dicho, una justicia que tarda es una justicia que no cumple su función, y su lentitud refuerza la desigualdad y la percepción de impunidad. Un problema gravísimo, sobre el cual quizá se sustentan buena parte de los conflictos cotidianos que sufrimos en este país.