Cada vez es más claro que la verdadera calamidad de Colombia en la actualidad es que el gobierno de Gustavo Petro instauró la cultura de la mediocridad.

La seguridad, la economía, la infraestructura, las relaciones internacionales, el manejo de las finanzas públicas… en todos los espacios de la vida nacional se viene abriendo paso la cultura de quien piensa que todo se puede hacer a medias, que no pasa nada si los compromisos se incumplen o las obras no se hacen, y que valen más los discursos que los hechos.

La mediocridad que hoy gobierna a Colombia –adornada por estos días con mariposas amarillas, referencias literarias vacías, chistes y una dosis creciente de cinismo– es también una burla al voto de la gente, a sus sueños y expectativas. Es también un golpe permanente a la democracia y a la inversión. Toda esa deficiencia acumulada cuesta vidas humanas, retroceso, tensiones sociales y un desgaste institucional cada vez más palpable para la sociedad.

Un caso emblemático es el del ministro de Educación, cuya tesis de maestría fue rechazada, evidenciando mediocridad. Pero no importa: entre risas, el presidente de la República dijo que no es grave abandonar los estudios, y que él mismo lo hizo. Todo esto ocurrió en menos de una semana después de la decisión absurda –por lo arbitraria e inconveniente– de quitarles el subsidio a la tasa de interés a los créditos educativos. Esta medida no solo perjudica a 192.000 estudiantes que actualmente están cursando su carrera, sino a otros miles que ya son egresados, pero que todavía tienen deudas pendientes. Fiel a su estilo de evadir responsabilidades, el presidente le echó la culpa a la Corte Constitucional, sin la más mínima justificación, pues la facultad para otorgar esos subsidios con cargo al Presupuesto General de la Nación la tiene hace muchos años el Gobierno.

¿Cuál es el mensaje detrás de todo esto? Que la educación es un tema de segunda, que el Estado no debe apoyar financieramente a quienes estudian en universidades privadas, y que no importa si las personas que se designan para ocupar los cargos más importantes en el Estado no tienen la formación y la experiencia necesaria. Queda claro que, a los ojos del actual gobierno, lo importante no es la formación, sino que los funcionarios públicos profesen lealtad ciega a su ideología.

Esta semana tuve la oportunidad de reunirme con un grupo de estudiantes colombianos que adelantan sus maestrías en la Universidad de Columbia. Son estudiantes en los programas de administración pública, relaciones internacionales, negocios, sostenibilidad, entre otros. La mayoría realizaron los estudios de pregrado en nuestro país. Sus trayectorias profesionales son diversas e inspiradoras.

Unos vienen de trabajar en gobiernos –tanto el nacional como los territoriales– o en ONG, algunas creadas por ellos mismos. Otros se mueven en el mundo de la consultoría o de las startups, generando empleo e innovación. También hay quienes han trabajado en la Rama Judicial. Las causas que los mueven son múltiples –la educación, la participación en política, los migrantes, la justicia, la sostenibilidad–, pero hay una constante permanente: la búsqueda de la excelencia y el interés de contribuir al progreso de Colombia.

Quienes lideran hoy a Colombia no ven a jóvenes como estos como parte de la solución. Por el contrario, muestran un enorme desprecio por lo que ellos representan. Si a esto se le suma el que hay demasiados casos de corrupción, nepotismo, favorecimiento de amigos, para no hablar de enriquecimiento ilícito, quedan reivindicados el facilismo y la trampa como parte integral de la cultura de la mediocridad.

¿Qué mensaje reciben quienes se están formando con altos estándares y exigencia? Que el conocimiento adquirido es subestimado, incluso despreciado, por quienes hoy lideran a Colombia. Todo esto los motiva a explorar nuevas oportunidades en otros horizontes.

Eso nos va a costar años si no corregimos el rumbo a tiempo. Necesitamos retomar la cultura del esfuerzo y la legalidad. Para ello hay que atraer a los mejores talentos al servicio público, y no su éxodo. Otra consecuencia de la cultura de la mediocridad es el insulto y el ruido para ocultar la falta de resultados. O, en palabras del presidente Petro el pasado jueves, la movilización “de la manera en que sabemos hacerlo”.