En la columna anterior vimos que “la nube” es un rebranding de los centros de cómputo que dominaron el jurásico de la computación, ahora repotenciados. No es una innovación, ni está en ningún satélite, aunque su nuevo nombre evoca ese imaginario erróneo.
El pacto faustiano, en el título de esta segunda parte, es un símbolo de las debilidades humanas por las que se sacrifican principios a cambio de pasiones profanas. En su versión más conocida el “Fausto” de Goethe es un erudito insatisfecho que busca más conocimiento y poder. El diablo, encarnado en Mefistófeles, le ofrece satisfacer esos deseos a cambio de su alma. Fausto acepta el trato y disfruta de ellos pero al final el diablo regresa a reclamar su alma y es castigado eternamente.
Los usuarios de las redes sociales hemos hecho, advertida o inadvertidamente, un pacto faustiano con ellas. Algunos seducidos por la plataforma exhibicionista que proporcionan, otros por el voyerismo que los entretiene. La gratificación inmediata de un insulto o un like le da en la vena del gusto a la mayoría. La codicia atrae mercenarios que promueven desde campañas políticas hasta restaurantes y baratijas. Y todo sin pagar por ello, o sea, al parecer gratis. Pero no hay tal.
El Mefistófeles del siglo 21 nos pide que le entreguemos nuestra privacidad. “Las apps saben y, peor aún, cuentan más sobre usted de lo que imagina. Recopilan y comparten, no se sabe con quienes, infinidad de datos, gustos, tendencias íntimas e inclinaciones políticas”. Según NSO Group los que más comparten tus datos con terceros son Facebook, Instagram, Snapchat, TikTok, X, Gmail, Google y Paypal; éste por ejemplo incluye en sus revelaciones historial de búsqueda, contactos, información financiera y hasta fotos y videos.
Todos esos apetitos desordenados demandan una cantidad asombrosamente creciente de terabytes que reposan en formidables centros de cómputo rebautizados como la nube; y que consumen ingentes tera vatios hora de energía, duplicados por la refrigeración que necesitan.
Como un antídoto al fisgoneo diabólico de las redes, muchos gobiernos están promoviendo la infraestructura pública digital. Sin embargo, a nadie se le escapa la alta probabilidad de que no pocos de ellos pongan por encima sus propios intereses, no para vender tu privacidad, sino para coartar libertades y derechos y para ejercer una vigilancia draconiana a nombre de la seguridad nacional. ¿Cambiaríamos el drama faustiano por una pesadilla orwelliana? ¿O pagamos a cambio de privacidad?