En un mundo donde la tecnología avanza a pasos agigantados, donde los teléfonos inteligentes han reemplazado a los aparatos y redes de acceso a la telefonía fija, y donde la inteligencia artificial y la automatización están redefiniendo industrias enteras, resulta paradójico que la educación, especialmente en América Latina y otros países subdesarrollados incluido Colombia, siga anclada en un modelo que parece sacado del siglo XIX. Aulas con estudiantes sentados en filas, levantando la mano para intervenir, y un docente al frente impartiendo conocimiento de manera unilateral, son una imagen que persiste sin cambios significativos. Este sistema, que prioriza la memorización sobre la creatividad y la obediencia sobre el pensamiento crítico, no solo está obsoleto, sino que perpetúa ciclos de desigualdad y subdesarrollo.

El modelo educativo actual, diseñado en la era industrial, tenía como objetivo formar trabajadores disciplinados para fábricas y oficinas. Sin embargo, el mundo ha cambiado. Hoy, las habilidades más valoradas son la capacidad de innovar, resolver problemas complejos, colaborar en equipos diversos y adaptarse a entornos en constante transformación. ¿Por qué, entonces, seguimos educando a los jóvenes para un mundo que ya no existe?

En América Latina, por supuesto en Colombia, esta desconexión es aún más evidente. A pesar de los avances en cobertura educativa, la calidad del aprendizaje sigue siendo insuficiente. Los sistemas educativos de la región carecen de recursos, infraestructura y, sobre todo, de una visión que priorice el desarrollo integral de los estudiantes. El enfoque sigue siendo la obtención de notas y la promoción al siguiente nivel, en lugar de fomentar el pensamiento crítico, la curiosidad y la autonomía. Esto no solo limita el potencial de los individuos, sino que también frena el progreso social y económico de la región.

Es urgente replantear el modelo educativo. Necesitamos escuelas que sean espacios de exploración y creatividad, donde los estudiantes aprendan a aprender, a cuestionar y a innovar. La tecnología debe ser una aliada en este proceso, no como un simple recurso complementario, sino como una herramienta transformadora que permita personalizar el aprendizaje y conectar a los estudiantes con realidades globales. Los docentes, por su parte, deben dejar de ser transmisores de conocimiento para convertirse en facilitadores de experiencias de aprendizaje significativas.

Este cambio no será fácil. Requiere voluntad política, inversión sostenida y, sobre todo, un compromiso colectivo de toda la sociedad. Pero el costo de no hacerlo es aún mayor: seguir perpetuando un sistema que produce empleados sumisos en lugar de ciudadanos críticos y emprendedores capaces de transformar sus realidades.

América Latina tiene el potencial para dar un salto cualitativo en educación, pero para ello debe atreverse a romper con el pasado. El futuro no espera, y la educación no puede seguir siendo la asignatura pendiente. Es hora de actuar.

Carmelo Valle Morá

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