En teoría, la política es el arte de servir. Aquellos que se postulan para cargos públicos deberían hacerlo con el propósito de mejorar la vida de la gente, de ser un puente entre las necesidades del pueblo y las soluciones que el gobierno puede ofrecer.

Sin embargo, en la práctica, vemos una realidad muy distinta: partidos políticos atrapados en una guerra interminable de intereses, incapaces de ponerse de acuerdo, olvidando que su principal responsabilidad es con la comunidad.

Las discusiones en los congresos y recintos políticos deberían girar en torno a encontrar soluciones a los problemas urgentes: la educación, la salud, el empleo, la seguridad, etc. Pero, con demasiada frecuencia, los debates políticos no son más que enfrentamientos partidistas donde lo importante no es llegar a un acuerdo, sino ganar la “discusión”.

Se olvidan de que su labor no es defender una ideología a toda costa, sino trabajar juntos por el bienestar común.

El ciudadano, que cada cierto tiempo deposita su confianza en estos servidores públicos a través del voto, queda atrapado en el fuego cruzado. Mientras ellos discuten, los hospitales siguen colapsados, los maestros mal pagados, la inflación descontrolada.

Y en medio de todo, la gente sigue esperando que, algún día, la política vuelva a ser lo que debería haber sido siempre: un servicio desinteresado para el bien de todos.

La incapacidad de los políticos para llegar a consensos no solo retrasa el progreso, sino que también erosiona la confianza de la sociedad en las instituciones. ¿Cómo puede un pueblo confiar en quienes prefieren pelear antes que solucionar? ¿Cómo pueden seguir llamándose “servidores públicos” cuando su prioridad no es el pueblo, sino la victoria partidista?

Los ciudadanos se convierten en testigos impotentes de promesas incumplidas y planes de gobierno que nunca se materializan.

Cada elección trae consigo un aire de esperanza, pero con el paso del tiempo, esa esperanza se disuelve en el mismo ciclo de disputas, estancamiento y desilusión.

Y mientras tanto, los problemas siguen acumulándose: sistemas de salud colapsados, educación deficiente, inseguridad creciente y crisis económicas que afectan a los más vulnerables.

Es momento de recordar que la política no debería ser una lucha de poder, sino un compromiso con la gente. El verdadero liderazgo se demuestra con humildad, empatía y una genuina intención de mejorar la vida de los demás.

Es fundamental que los ciudadanos exijan transparencia, acuerdos y resultados tangibles. La democracia no se basa en divisiones irreconciliables, sino en la capacidad de dialogar y construir juntos.

Si nuestros líderes no pueden entender esto, quizás ha llegado el momento de exigirles que lo hagan. Porque la política sin propósito altruista deja de ser política y se convierte en un espectáculo vacío, donde los únicos perdedores somos todos nosotros.

Pero el cambio no depende solo de ellos, sino también de la sociedad, que debe exigir responsabilidad, actuar con conciencia en cada elección y recordar que el verdadero poder siempre ha estado en manos del pueblo.