Una de las mayores responsabilidades de cualquier gobierno que se diga comprometido con la democracia es mantener la coherencia. No se puede denunciar atropellos en unos países y guardar silencio frente a otros, según convenga la afinidad política. Esa doble vara debilita no solo la credibilidad internacional del país, sino también la legitimidad del discurso gubernamental en defensa de los derechos fundamentales.
Lo sucedido recientemente con las elecciones en Venezuela es un claro ejemplo doloroso de esa incoherencia. Lo sucedido recientemente en la OEA con respecto a Venezuela refleja esa preocupante incoherencia. En una asamblea convocada para solicitar las actas de la más reciente victoria de Nicolás Maduro, Colombia optó por guardar silencio. Ese silencio fue decisivo. Al final, faltó un solo voto para que prosperara la resolución, y el nuestro brilló por su ausencia. No se trataba de intervenir en asuntos internos, sino de respaldar un mecanismo elemental de transparencia puesto que se buscaba hacer un llamado urgente al Gobierno venezolano para que hiciera públicos los resultados detallados de las votaciones. Pero el gobierno prefirió no incomodar a un régimen afín, aun a costa de sacrificar su propia voz en un espacio multilateral que históricamente ha defendido la democracia en la región.
Paradójicamente, frente a Ecuador, un país que recientemente enfrentó una crisis política compleja tras las elecciones, el mismo gobierno no dudó en exigir públicamente transparencia, actas y explicaciones. El contraste es evidente y preocupante: cuando el régimen es afín ideológicamente, se le da el beneficio de la duda, se baja el tono, se mira para otro lado. Cuando no lo es, se eleva la voz, se exigen estándares, se invoca la defensa de la institucionalidad.
Esto no es un problema menor. La democracia no puede ser defendida a conveniencia ni utilizada como herramienta de presión selectiva. La credibilidad de un Estado democrático se mide, precisamente, por su capacidad para alzar la voz incluso cuando no le conviene, por su valentía para denunciar injusticias sin importar la cercanía ideológica del régimen cuestionado.
Al final, lo que queda en evidencia es que no hay un compromiso real con los valores democráticos, sino con una postura política que acomoda la ética a las afinidades. Eso no solo decepciona a los ciudadanos, sino que lastima el prestigio del país en la escena internacional. Defender la democracia implica, entre otras cosas, tener el coraje de ser coherente. Y en este caso, tristemente, no lo fuimos.
@CancinoAbog