Quiero confesarles, queridos lectores, que estoy harto de análisis sobre política, economía y temas de coyuntura, por una razón elemental y personalísima: no me apetece hacer nada que no enriquezca el espíritu. Venía con este pensamiento desde hace algunos años, pero la pandemia me ha hecho entender a los coñazos que no hay que postergar aquello que nos trae bienestar y satisfacción. Aparte de lo anterior, debo señalar que, con respecto a mi opinión política, lo he dicho todo y no tengo nada más que decir, como afirmó Juan Rulfo, al ser cuestionado por no haber vuelto a escribir después de su obra cumbre, Pedro Páramo.
Perder la bacanería y la buena vibra por cuestiones que no conducen a puerto alguno es una soberana estupidez, máxime cuando yo no aspiro a nada diferente de hacer feliz a mi mujer, cumplir los sueños de mis hijos, abrazar a mis padres con mayor frecuencia y emborracharme más seguido con mis amigos. No quiero caer en el cretinismo de tantos columnistas que se creen dueños de la verdad, sin la cual el mundo es incapaz de girar: ¡imbéciles, con palabrería no se cambia nada!; son los hechos y las ejecutorias las que hacen la diferencia. La arrogancia de ciertos periodistas y opinadores que se creen indispensables es proverbial. Por estar jodiendo a los demás, olvidaron hacer felices a los suyos. Me resisto a hacer parte de un gremio en el que la dicha depende de la cantidad de gente que se pueda descabezar.
Estoy en lo que estoy, y por eso he decidido iniciar una serie de interesantes y fascinantes proyectos (de los que informaré oportunamente), entre ellos, publicar mi próximo libro, a mediados de diciembre, llamado Amores Criminales, 10 historias alucinantes, entre la verdad y la ficción. Les dejo un pequeño adelanto:
Lo presintió desde el momento en que se empezaron a ver las primeras casas al final de la carretera polvorienta y lo confirmó al bajarse del jeep que lo trajo hasta la entrada del pueblo: nada, absolutamente nada ha cambiado. El mismo polvero, el mismo olor a tierra seca, el mismo calor, los mismos mosquitos… o, bueno, los descendientes de los que a él también le acechaban las piernas y los brazos cuando era un niño.
Se vistió pensando en pasar desapercibido, ocultándose detrás de una gorra vieja y unas gafas de sol baratas. Cada prenda pensada para no llamar la atención. La última vez que vino fue hace bastante, y ya debe haber mucha gente que no lo reconozca; de todas formas, prefiere que su visita no sea notada. No va a durar muchos días en el pueblo y quiere ser imperceptible. Viene a cumplir el compromiso que tiene que cumplir y ya está. Nada más.
Se baja del jeep antes de entrar al pueblo, para poder escurrirse entre las calles más solitarias evitando encontrarse con alguien que lo reconozca y engancharse en una conversación innecesaria, llena de falsa simpatía, de lamentaciones y pésames, teniendo en cuenta las circunstancias terribles que lo traen de regreso y que son de conocimiento de todos.
Ya ha logrado franquear exitosamente la mitad de las calles que lo separan de su destino. Ha evitado pasar por la casa de todos los familiares que pudo recordar y de todo el resto de los que puedan reconocerlo.
Con el paso de los años ha cambiado mucho. Se fue de allí siendo apenas un adolescente, y ahora ya ostenta las facciones de un hombre; la vida lo ha transformado por completo. Sin embargo, su disfraz no es suficiente. En un pueblo como este es imposible que algo, por más pequeño que sea, pase desapercibido, no importa cuánto se haga para mantenerlo oculto… Otra cosa bien diferente es que nadie diga nada.
-¡Niño Nandito! - escucha gritar a sus espaldas mientras franquea una de las calles de detrás de La Gallera. - ¡Niño Nandito! Mis ojos no olvidan. Es usted, ¿verdad?
No pienso detenerme en el cambio de rumbo. La proximidad de mi padre a la muerte me abrió aún más los ojos: gracias, viejo, por seguir enseñándome, incluso cuando no podías hablar.