Hay que vernos a las 6 de la tarde, esperando que uno de los vehículos de la mancha amarilla se apiade de nosotros.
Ya estamos cansados de estirar la mano. La angustia empieza a apoderarse de todos. En el cielo se asoman la primeras gotas de lo que parece va a ser un gran aguacero.
En el paradero hay más caras de desazón. Nos une el mismo propósito afanoso de ir a casa. También algunos madrazos.
Después de unos 45 minutos, empiezan a aparecer. Saben que hay demanda abundante y ellos son una oferta escasa. Aprovechan esa posición privilegiada de mercado, para hacer su agosto en cualquier mes del año.
“¿A dónde se dirigen?”, preguntarán por la ventana del copiloto, sin accionar aún el mecanismo que desbloquea las puertas.
“A Villa...”
No hay que decir más. El sujeto del volante acelerará para buscar mejores opciones, vale decir, trayectos cortos que no ofrezcan trancones y en lo posible lleven a barrios sin pasados peligrosos.
De haberlo logrado, igual, el pasajero de ocasión estaría sometido a la bulla del radio de aquel servicio de postín; a los excesos de velocidad, las imprudencias en horas pico y, claro, las tarifas al antojo.
En algunos casos, inclusive, a paseos millonarios.
Con la aparición de las aplicaciones -hay que reconocerlo- habían cambiado. Al perder el monopolio tuvieron que desplegar nuevos modales y aplicar una cosa que era impensable en su época de mayorías absolutas: servicio al cliente.
Entonces fueron amables, callados, serviciales, prudentes y respetuosos. Hasta daban descuentos. ¡El paraíso!
Y todo, por la era Uber. La pregunta que cabe es: ¿que pasará ahora?
El tema no es que 88.000 mil conductores se queden sin empleo. Sí, es cierto que muchos hasta compraron auto nuevo para prestar un servicio que, aunque informal, garantizaba calidad y calidez.
Hablo de los 2 millones de usuarios que tendrán que someterse, otra vez, al imperio de los taxistas que un día dejaron.
La ilegalidad de Uber, condición por demás cuestionable en un Estado que recibía religiosamente los impuestos de la empresa, debía resolverse con un marco legal.
Así había pasado con todos los servicios públicos del país, que resolvieron problemas que rebasaban al Estado, antes de ser reglamentados.
Expulsarlos, como se hizo, habla mal de nuestra tradición jurídica y muy bien de la capacidad de lobbie de los carteles del transporte que, envalentonados como están, se atreven a mandar a las conductoras a lavar ropa o brillar carros.
Ojalá vuelva Uber, con todas la de la ley. Y si no es posible, que los taxistas entiendan que regentan un servicio público y que se deben a la gente.
Post scriptum: Con la salida de Uber, el senador Jorge Robledo, su principal detractor, montó una prematura plataforma para aspirar a la Presidencia de la Republica. Él cree que ya hizo la carrera. Dios nos libre de esa mínima.
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@AlbertoMtinezM