No quiso ser el contagiado 16.295. Angustiado por la situación en casa, habría violado la cuarentena. O de repente fue la falta de conciencia, o tal vez la desazón que le producía la soledad, o acaso el tremendismo de los espíritus aventureros.
Pudo haber sido, también, una torpeza que dejó rendijas para que ingresara el virus.
Independientemente de las condiciones que mediaron, no es un victimario; es víctima. Y aunque a estas alturas suene insólito defender una verdad tan irrebatible, es claro que en medio de la confusión la hemos perdido de vista.
Cuando empezó todo, los transmisores fueron los ricachones que andaban por Europa. Luego fueron los irresponsables que desobedecían las instrucciones oficiales.
El primer paquete de medidas fue policivo, como igualmente el mensaje. Por eso las autoridades cerraron los aeropuertos y nos enclaustraron en las casas.
Los ancianos y los niños, siempre encerrados. Los demás, según la cédula o el género. El que violara la restricción, se hacía a una multa de casi un millón de pesos.
La regulación social copió el mensaje, de manera que las redes se llenaron de videos que denunciaban válidamente las parrandas, aglomeraciones o piscinazos en plena cuarentena. Era de esperar que contra los infectados o los que pudieran representar algún riesgo, se desplegara un matoneo social que ha tenido episodios lamentables en Barranquilla.
Evidentemente había miedo. Y en su marco, una narrativa intimidatoria que replicaban los titulares periodísticos. Pero hoy el discurso tiene que ser otro. La persona contagiada, sufre lo indecible.
Por las razones que sea, el virus entró a su cuerpo y se sujetó a la mucosa de la garganta. De repente apareció el cansancio, la fiebre, la tos seca, el dolor en la garganta y una inflamación bronquial irresistible.
Por momentos falta el aire y siente que se ahoga. No resiste la ropa, pero en su ausencia aparecen los escalofríos.
No puede ver a nadie ni tener contacto con ningún ser humano. Las noticias de televisión tienen que ser racionadas para no aumentar la ansiedad. Las últimas fueron tenebrosas. El país ya tenía 16.295 contagiados. Uno era él. Y 592 muertos. Y no quiere ser el 593.
Trata de calmarse con el ritual de vitaminas C, D, B12, zinc, calcio y magnesio, matizados con las dosis exactas de Motrín o Tyleno y jarras enteras de agua, jugo de naranja y miel de abeja que, de tanto verlos aumentan la sensación del moribundo.
El apetito y los olores se han ido, pero debe tomar la sopa de carne de res que le pasan por debajo de la puerta. Y antes de acostarse, las gárgaras de agua de sal que la abuela, en el cuarto de al lado, le recomendó por video llamada.
Porque toda eso lo vive solo en el cuarto más apartado. Lo más triste es que mientras lucha para que el virus no lo mate, batalla para que sus vecinos no lo excluyan. Increíble ¿no?
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