De su agonía solo supieron el médico y la enfermera en turno.

Cuando ingresó a la clínica, sentía que la garganta se cerraba. Le dijo a la hija que ni siquiera podía tragar saliva.

Respiraba por la boca. La nariz estaba tan obstruida, que pensar en inhalar le generaba asfixia.

Ardía en fiebre. El ardor en la garganta era insoportable. La auxiliar de enfermería dijo que nunca midió una presión más baja.

Con un respirador asistencial aliviaron un poco el dolor. El virus Sars-CoV-2 ya estaba atacando las células de sus alveolos.

Era claro que no podía oxigenar. El protocolo indicaba que había que proceder con la intubación orotraqueal.

El médico ordenó que le aplicaran Midazolam para atacar el dolor. Hubo necesidad de suministrarle relajantes musculares para que no peleara con el ventilador.

Al rato, empezó a soñar con los hijos.

Había organizado un viaje por las costas de un mar inmensamente azul, para regalarles el atardecer más bello del mundo. Era su manera de agradecerles por la vida que le dieron, cuando ellos creían debían la suya a él.

Sentados en la arena, les describía los colores que el sol moribundo dibujaba con sus manos. La brisa salpicó de arena sus ojos y los limpió con los dedos del corazón. Los buscó, luego, y ya no estaban. Les pesaba dejarlos. Quería pedirles perdón, tener las conversaciones que nunca se permitieron y juguetear con los nietos que ya venían.

Pero ya no había tiempo: una ola lo arrastró tranquilamente al infinito mientras los suyos lo despedían desde la orilla con una sonrisa de resignación.

En ese instante, el monitor cardiaco de la UCI dejó escuchar su último silbido.

El certificado de defunción marrón lo registró como fallecido por muerte natural. La ficha técnica habló del virus.

Los medios no dieron su nombre. Tampoco contaron su historia de vida.

Ninguno dijo qué sueños tenía ni cuáles habían sido sus realizaciones en vida. A nadie, de hecho, le interesó si conoció o no el mar inmesamente azul.

A nadie, salvo a Pablo Pachón Echeverry, un estudiante de Ciencia Política y Gobierno de la Universidad del Norte

Ninguna cifra -dice- parece conmovernos. A medida que crece el número de fallecidos, disminuye la posibilidad de recordarlos. Y era un ser humano con un nombre, un rostro, un sueño y una familia que seguramente no pudo decirle adiós.

Pablo se propone rescatar las historias de vida de estas personas. Solo está pidiendo una foto y una reseña con las cosas que hacían especiales a esas personas que ya no están, para colgarlas en un sitio web y producir un libro.

Si eres un familiar, amigo o conocido de una víctima de C0VID-19, escríbele a este correo: colombiarecuerda2020@gmail.com.

Es un trascendental ejercicio de memoria y justicia, que el C0VID-19 no nos puede arrebatar.

albertomartinezmonterrosa@gmail.com

@AlbertoMtinezM