Permítanme, de entrada, un lugar común: la medicina, más que una carrera, es una vocación. En sus orígenes tuvo un fuerte componente religioso y mágico. Los griegos creían que, siendo enviada por los dioses, la enfermedad -su contrario- ponía a prueba la vida.
El médico era considerado, entonces, como una figura majestuosa que ganaba prestigio en la medida en que sus ensalmos fueran capaces de vencer a la muerte. En nuestro tiempo siguió siendo respetable. El sueño de toda madre era que su hijo fuera galeno. Y las vecinas del barrio daban la vida porque sus hijas se fijarán en el nieto juicioso de doña Carmen. Lo que no veían, ni las madres ni las futuras suegras, eran todos los sacrificios que hacían muchachos como él para adquirir la admiración.
Todo empieza en la admisión. Descubierto eso que, en su caso, es un auténtico don, se presentan a la universidad pública al lado de otros 3.000 estudiantes con la ilusión de ser parte de uno de los 60 admitidos. Si fracasan, lo cual es 2.940 veces probable, irán a una universidad privada, donde deberán acompañar la esperanza con una bolsa de 100 millones de pesos.
En cualquiera de los procesos, ahora vendrán extensas horas de estudio en los centros universitarios, salas de medicina, hospitales… Pronto los cobijará un principio mandatorio: si quieres obtener buenos resultados deberás dedicar al menos cuatro horas de estudio independente. Eso doctrina irá desarrollando una especie de patología de estudio, que hará que muchos recurran a neurodopaje para liberarse de estrés y vencer el riesgo de suicidios, muy presente en las escuelas de medicina.
Al cabo de cinco años de carrera, deberán dedicarse al internado, una práctica laboral, extensa y extenuante, sin remuneración, que es obligatoria. Y luego, a un año de practica rural en cualquier ciudad o pueblo sin Estado, para cumplir el servicio social obligatorio que le dará la tarjeta profesional.
Ya graduado, o antes, empieza una historia que lo hace, como dijo Homero en Ilíada, “un hombre que vale por muchos”. Desde el primero momento en que estrecha la mano de su paciente, adquiere una relación cercana gobernada por la justicia y la devoción, que impactará, para bien o para mal, su existencia. Lo peor que le puede pasar es que se le vaya esa vida. Ahí sentirá un vacío infinito, creerá que sus años de estudio fueron perdidos, sentirá el peso de una sociedad que le reclama y no podrá evitar la conciencia de culpabilidad.
Los estudios dicen que cargará el sindrome de Burnot, que no es más que un agotamiento emocional, con baja realización personal, que lo llevará a la depresión y al conflicto interno. Será, ni más ni menos, que la segunda víctima. Lo cruel es que, en ocasiones, también los fustiga un bandolero que se cuela en urgencias para golpearlos o un pandillero que se vale de las sombras de la noche para dejar en su casa una corona fúnebre.
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