Ella creía que era el paseo por el parque, cuando él se detenía para comprar el helado que el médico le había proscrito. Pudo ser también la discusión obligada del supermercado, cuando intentaban escoger la galleta de soda de la casa o la mantequilla para untar el pan.
En una conversación con los hijos, les dijo que era la costumbre de ver todos los días.
O tal vez la visita de las ranas, como le decía a sus nietos.
Pero él ya no está. Se fue en medio de esta crisis.
En una madrugada sintió que se asfixiaba y pidió que la vieja le sobara el pecho con vaporub. Al cabo de un rato, las palabras se ahogaban en la garganta. Ya en la clínica tuvieron que intubarlo porque no podía respirar por sí mismo.
La angustia se extendió por dos semanas.
Como él había otros en UCI. Las noticias contaban por un lado, que los ancianos se estaban rebelando porque ya no querían más encierro. Desde marzo tenían prohibida la ciudad. Les irritaba la conmiseración del gobierno. Les fastidiaba, hasta el cansancio, que les siguieran llamando abuelitos. Y, claro, pedían el levantamiento de las medidas.
Por el otro, que la mayoría de las muertes por COVID- 19 correspondían a ciudadanos mayores de 70 años, que fueron contagiados, sin saberlo, por los adultos jóvenes asintomáticos de la casa. Son los chachos de la película. Como no sienten nada o tienen síntomas leves, incumplen las medidas o se van de parranda. Los 250 conducidos a UCJ y los 500 comparendos del fin de semana, son una muestra de ello. Mientras el contagio evidente contagiaba al 17% de esta población, las muertes cobijaban al 74%.
Esta no es la rebelión de las canas sino de los irresponsables, alcanzó a decirle a la vieja, antes de que los sedantes hicieran su efecto.
La noticia del desenlace llegó, justamente, cuando ella esperaba en la terraza.
Lo había aguardado a cada instante. Le hacía falta su risa y también sus enojos. Extrañaba su mano cuando cruzaba la calle.
El hijo mayor se le acercó y le dio un abrazo que no era como los otros.
Tenía la pesadez del llanto y una carga infinita de nostalgias.
Lo siento, vieja, le dijo. Y se derrumbó.
Ella, en cambio, no lloró.
Se fue a su cuarto, en silencio, y se arrodilló en los pieceros de la cama. Abrió el álbum de fotos de la familia y se dedicó a mover los recuerdos. Lo vio joven y fortachón. La imagen del baile en la verbena, cuando la amacizaba al compás del vallenato de moda, rememoró el talante alegre del marido que había perdido el entusiasmo por la compleja morbilidad que le sobrevino.
Luego dobló la muda de ropa que tenía dispuesta para cuando el viejo regresara y la guardó con cuidado en el escaparate.
Cerró la puerta con llave y pidió que no la molestaran.
Se tomó la pastilla del sueño que le daba a su marido y quedó profunda.
A la mañana siguiente lo buscó entre las almohadas intactas. Fue entonces cuando supo que no era el helado, ni el parque, ni la galleta de soda: era el amor de su vida.
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