Ahora que la vida se ha “reducido” a un computador y una red de wifi, algunos profesores han llegado a suponer una era de mediocridad en la educación que asisten.

Estamos ante un riesgo, evidentemente.

Pero la presencialidad no ha sido -ni será- garantía absoluta de calidad.

Si bien los estudiantes extrañan la relación directa con el docente encumbrado, es la asunción de que el conocimento se co-construye y no solo se transmite, lo que certifica la educación asertiva.

Antes que todo esto pasara, estábamos en ese debate.

Las técnicas centradas en el docente eran recursos que le endilgaban a este la responsabilidad exclusiva -y excluyente- de la información, bajo la premisa incierta de que él lo sabía todo, y los estudiantes, nada.

Ellos, los alumnos, llegaban al aula de clase, único lugar para aprehender, como una especie de tabula rasa que probablemente absorbía la inmensa sabiduría del conferenciante. Y este, apegado a una presentación de power point, guardaba como gran secreto la fuente suprema de su erudición, mientras adquiría, el día de la evaluación, la menesterosa condición de guardián de transportadora de valores.

Ese era un instructor que siempre hablaba a los alumnos o, en el mejor de los casos, hablaba con ellos.

Su actitud, más que la del mentor vital, era la del viejo dómine de la gramática latina que enseñaba con tono estricto lo que los otros debían seguir. El estudiante, entonces, se limitaba a escuchar y copiar.

Sobre la premisa de que el proceso no se centra en el docente sino en el participante, quien hace las veces de tutor ahora guía, instruye y estimula para que sean los tutoriados los que finalmente busquen y encuentren. Ya habrá tiempo para contrastar y debatir.

Ese nuevo entrenador incita que los estudiantes hablen entre ellos, porque la pedagogía más efectiva es la que deja respirar. A instancias suyas, en efecto, aquellos inhalan el oxigeno de sus juicios, pero luego exhalan el carbono de esa experiencia significativa a través de la pintura, escritura, exposición o discusiones libres, para reafirmar o, lo más importante, aportar en las aprehensiones colectivas.

La didactiva alemana, en esa dirección, propone una fórmula un poco altanera que casi siempre resulta un buen consejo: el docente habla hasta 20 minutos y el estudiante participa al menos 20 minutos.

Lo que sí deben hacer ambos es reconocer que el sentido más dispuesto para el aprendizaje es la vista (y no el oído), de manera que todo lo que hacen parte del principio de la visualización.

Pues, bueno: la virtualización conduce a todo eso.

Si bien aún estamos anhelando nuestros rancios métodos, la interacción por zoom o videollamadas de Meet no es una desgracia sino una ventura de la educación. Lo que sí sería un infortunio es que las plataformas tecnológicas develen que al final no éramos tan buenos maestros.

albertomartinezmonterrosa@gmail.com @AlbertoMtinezM